Segundo período: el bogartismo
por Praxedis Razo
Reconstruyendo, pues, lo que iba rodeando,
lo que ibas rodeando con la misma sobriedad de que se vale un alcohólico
para rastrear la soga de su miedo,
valiéndote del polvo que en tu mirada iban depositando los puñetazos
y la confusa humedad del amor;
el vaso de whisky en el centro de lo que callabas,
el viaje de la noche que alguno de aquellos reflectores reproducía en tu rostro,
el frío cañón de una 38 automática apoyado en la boca del estomago mientras la
[boca de la nada parecía mordisquear el cañón,
y esa mujer de larguísimas piernas y rostro anguluso y voz recién salida del amor o
[simplemente del humo del cigarro,
contemplándote desde la penumbra del bar,
mientras era en su cuerpo donde el laberinto desmadejaba el laberinto
que sustituye a veces el disparo de una pistola.
Estos son versos de José Carlos Becerra que datan de 1969 (de su libro La Venta). ¿Alguien podría decir a qué película recurren? Con precisión, el género: film noir. Con tiento, el título: (¿qué otro podía ser?) El halcón maltés (1941), ópera prima del monstruoso y mexicófilo realizador de cine John Huston, que con ese mismo título se convierte en materia poética de un Becerra que ya comenzaba a domeñar el versículo cinéfilo, al que dejaba escapar toda vez que había que referirse a uno de sus temas predilectos, según su biógrafo Álvaro Ruiz Abreu (cfr. La ceiba en llamas de reciente reedición en Cal y Arena): Humphrey Bogart.
Escribe Ruiz Abreu, en el llano terreno de la anécdota jocosa:
Quería ser Bogart, su ídolo en la pantalla y en la vida donjuanesca. Cuando lo conocí en 1967 ya tenía una gabardina inglesa. Se la ponía y te hablaba como Bogart en Casablanca. Era de morirse de risa verlo y comprobar que no era broma –aunque él hacía creer que sólo jugaba-, sino una imitación formal del actor […]
Y ya en la entrañable arena del poema, se puede constatar que el hecho cinematográfico en el poema del mismo nombre que la película de Huston era encarado de a verso por intuición de espectador al ir descubriendo la trama del filme, hasta conformar una extraña reseña de cine y también una reinvención abstracta y casi imposible de la película:
Eran tus caprichos de luchador derrotado, era tu burlona mirada,
eran los espacios ocultos donde no dejabas de cicatrizar,
en cualquiera de aquellas escenas donde estabas a punto de cerrar la puerta a tus
[espaldas anulándolo todo;
con el rostro magullado por los golpes y por las patadas,
buscando tú también aquel Halcón Maltés en el que nunca creíste […]
Y aunque casi podría estar seguro de que el poema funciona mejor entre los espectadores de la película, el texto bien podría pasar como suficiente en sí mismo, ya que aunque su fuerte referente visual se impone, el íntimo universo bogartiano al interior de la poesía de Becerra se puede sostener sin el retrato acompasado de aquel actor-personaje, porque pertenece al reino de lo inasible, como si el propio escritor tabasqueño lo hubiera inventado.
Esta operación -este salto bogartiano de la creación- fue repetida en 1970 para su libro Las fiestas de invierno que ya no pudo ver en vida Becerra, y con una película difícil de abordarse en su lógica entera: Casablanca (1942), el mítico filme de actores (Bogart-Bergman) de la posguerra hollywoodense, hecho por el improvisado y lamentable cancerbero de la industria Michael Curtiz, es plasmado magistralmente en un poema con el mismo título fílmico en el que Becerra se atreve a imponer el punto de vista del posible lector en el lugar del gran desencantado de la historia del cine Rick Blaine, no para contarnos los pormenores de lo que se puede ver en pantalla, sino para suponer lo que se lleva Rick al dejar en vuelo a su amadísima Ilsa Lund (“Adornados con vistosa sinceridad, pensé mientras me alejaba en el automóvil, nos estaremos yendo…â€), entregando esta vez al lector un momento único de secuela cinematográfica en la literatura (al respecto habrá que enriquecer este campo de estudio con el no tan célebre pero importante caso de Ricardo Garibay y Los hermanos Del Hierro).
Al final de dicho poema, en pleno delirio por el actor-humo-de-cigarro, Becerra nos regala una última estrofa entre paréntesis que quiere ser la mirada del intérprete de Rick, que no necesariamente tendría que ser Bogart, que lee en su guión de Casablanca (uy, los hermanos Epstein, otro asunto mítico del cine) parte de lo que en los versos queda. Aquí caben todas las proyecciones posibles, y la catarsis llega, temeraria, a tocar los límites del cine y de la literatura en pos de poder ser algo más:
(El guión de rodaje habla de
una mujer muy vieja que entonará la canción más antigua con
que se recordará a esta tribu: nos estaremos yendo, misericordiosamente […])
Y vendrá, finalmente, Chaplin en Becerra…