por Praxedis Razo
para Luis Enrique Reyes y toda una generación tarantinesca
ÂżQué director de cine hollywoodense no sueña con ser el ideal millonario luego de un golpe planeado o inesperado de taquilla? Sin duda no hay, bajo ese esquema, quién no, sin embargo no todos hablan abiertamente de ello, casi siempre se manejan como si fueran parte de una élite creativa moral destinada al éxito que les llegó de pronto y ellos se dejan consentir por sus fervientes seguidores. De Hitchcock a Herzog, de Truffaut a Kubrick y de Lang a Lynch, todos han querido buscar tener una cartera inmensa y lo consiguieron a costa de sus ideas que se materializan para entretenernos un poco y darnos en qué pensar.
Lo que podría considerarse único es el fenómeno “artístico” que plantea Tarantino, un hombre que ha pretendido como los demás, pero que, modestia aparte (él no la conoce), ha dirigido sus películas a tono con su sueño de tener en sus manos un puñado de dólares interminable... hasta que lo consiguió, llegando a su primer gran callejón sin salida del que más o menos ha ido saliendo a flote, aunque ya ha hecho pública su necesidad de “retirarse”, ya que se siente satisfecho con lo que hasta ahora (y en dos o tres películas más, él dixit) ha conseguido decir, hecho que justifica mi tesis: Tarantino es un caza recompensas y de eso habló en toda su obra noventera, la base de su filmografía con la cual el mundo, usted y yo, lo conocemos.
Dejando fuera de mi conteo My Best Friends Birthday (1986), que nunca ni se ha dignado en estrenar en forma el director, y toda su obra como guionista exclusivamente, Perros de reserva (1991) habla de un colorido (nunca mejor utilizado el término) grupo de choque –mítico ya– que es convocado para robar unas valiosísimas joyas de alguna tienda en Los Ángeles (ciudad entrañable y unívoca en esta primera parte de la obra de Quentin). Todo va más o menos desarrollándose en forma en la película, hasta que aparece la maldita moraleja gringa personificada por un policía infiltrado que se hace pasar por sangrante y balbuceante Cristo (y al mismo tiempo Judas) apasionado y cursi.
Muy bien. El botín pasa de mano en mano hasta llegar a la jurisdicción de la ley angelina en un siempre muy discutido final en off. Los carismáticos maleantes, que quieren pertenecer al film noir pero que no niegan su cruz westerniana, no logran su cometido: trabajar para ganar una fortuna para alguien más. No olvidemos que los monocromáticos trajeados son perros a sueldo, obviamente hasta el policía.
La película, tan sólo en su país, gana quince veces más lo que costó, es conducida hacia el exitazo cultural y coloca a su autor en la construcción de una reputación, de un personaje como los apellidos en el primer párrafo mencionados. Así consigue realizar un segundo proyecto que lo hará despegar a una altura de la que ya nadie puede bajarlo: con Pulp fiction (1994), una sosa compilación de historias de amor también tan bien ambientada en Los Ángeles, sí consigue ganar la fortuna que más o menos pierden los señores de colores de su anterior película, y es elocuente la manera en que lo narra.
ÂżQuién no recuerda la saga de los Wallace? Fácilmente nadie, porque Tarantino envuelve en una absurda cortina fractal el eje de su antología de amores curiosos, pero si nos detenemos un segundo a pensarlo, Pulp fiction cuenta la pasión de Marsellus Wallace, un monstruo-padrino que mueve los hilos de la uniformada delincuencia organizada al suroeste de los Estados Unidos, y las pretensiones de Quentin, como su película, también se fragmentan en dos protagonistas con sus respectivas moralejas de aderezo: Vincent Vega, otro perro de reserva fiel del amo; y Butch Colidge, el malempleado malpagado en proceso de redignificación.
El primero, aunque “se lleva al baile” a la mujer del jefe (granjeándose a todo mundo con su bailecito chuckberryesco), consigue para Wallace quizá lo mismo que perdió el primer grupo de perros de reseva en el anterior filme: un maletín valiosísimo y lo entrega, no obstante antes ser sermoneado sobre la vida “libre” del hombre por parte de su amigo-moraleja, perro sobreviviente también, Jules Winnfield. Butch defrauda al jefe con una pequeña fortuna empeñada en una apuesta pugilística, pero después (alerta moralina) es perdonado por el furioso Wallace por salvarle el culo, avant la lettre, no obstante borrar del mapa al mismísimo Vincent que no planea redignificarse como él, aún habiendo escuchado las sabias palabras del sermoneador profesional Winnfield.
Casi podría decirse que Tarantino cuenta, ahora sí en un tonito más noir, la repartición capital de un proceso de producción cinematográfica en la que todos ganan. Wallace es el productor; Vega y Colidge dos tipos de creativos que hacen ganar una fortuna al productor ganándose también su parte con el sudor correspondiente; y Mia Wallace es sencillamente la mujer cachonda del productor, una mascotita estilizada. Y bajo ese resplandor se vuelve a entender el ansia de los dólares que tenía el director. Aquí sí sus protagonistas triunfan, todos ellos y hasta se da el lujo de sodomizar la idea de la policía siempre en vigilia.
Antes de la que hasta hoy considero es su mejor acabada obra, Jackie Brown (1997), Tarantino se da otro lujito, uno lujurioso, el capítulo del penthouse de Cuatro habitaciones (1995), un jueguito de productor, Lawrence Bender, en el que no sale bien librado ni el pobre de Tim Roth, que hace las veces de un hombre plastilina moldeado por cuatro autores a la vez diversos y semejantes entre sí: Allison Anders, Alexandre Rockwell, Robert Rodríguez y nuestro objeto de estudio, Quentin.
En el mencionado episodio final de la película, Tarantino se ocupa de contarnos a grandes rasgos su propia historia en Hollywood, inventándose títulos de filmes equivalentes a los de su filmografía (ja). Y se desnuda con toda su vacuidad como un engreído y cínico director que sólo busca en el cine algo de fortuna: inflexión de este análisis y punto de partida de Jackie Brown-Quentin-travestido que ahora sí se queda con la máxima tajada luego de burlarse de todos.
El placer de quedarse el dinero que se veía pasar
En el camino formal hacia la indiscriminada explotación de subgéneros degenerados del cine (artes marciales, spaghetti y muscle cars), Tarantino llega primero a la blacksploitation para contaros esta vez cómo se queda con todo. Jackie Brown es una aeromoza, es decir un inútil maniquí cansado de ganar poco y se hace subcontratar como mula-perro-de-reserva (sí, otra vez ¡así de insulsa es la obra tarantinesca!) por Ordell, un capatacillo gangsteril lleno de miedos, que lo único que quiere es retirarse limpiamente.
Todo sucede como lo planea Ordell hasta que aparece un listillo policía con ganas de trabajar (como en el primer film del director) y se pone a perseguir a la aeromoza, tras el dinero malhadado del tráfico de armas y de blancas y negas, lo que mueve de su lugar a las sórdidas vidas que rodean el botín, incluido el fiador de corazón, carita y nombre de pollo, Max Cherry. El detective es la válvula de escape, la gran justificante lavadora de dinero que necesitaba Brown-Tarantino para quedarse con el tesoro como un proyecto amoroso de autorrealización.
Y así, dando bandazos en una carambola anticlimática brillante (exactamente lo contrario a la segunda parte de la obra de Tarantino, de Kill Bill a Bastardos sin gloria, de la que ya no se hablará aquí), llegamos a la secuencia en la que la aeromoza engaña a todos –excepto (alerta moralina) a su corazón–, y se queda con poco menos de medio millón de dolarucos (Âżqué tanto es tantito?) y su melancólica libertad añorada desde Pulp fiction. Jackie-Quentin (y creo que seré uno de los primeros en señalar el ténue y pasivo homosexualismo de clóset del director) escapan, después de dulce y triste besito, de Los Ángeles cantándose al volante en un close up amargosamente iluminado un conmovedor hitazo nigga del 72, “Across 110th Street”, que es impuesta ahí para más o menos contar la “difícil” situación filmográfica de Tarantino en pomposos y crudos versos:
Been down so long, getting up didn´t cross my mind
I knew there was a better way of life and I was just trying to find
You don´t know what you´ll do until you e put under pressure.
“Across 110th Street is a hell of a tester pimps trying to catch a woman that´s weak, pushers won´t let the junkie go free; woman trying to catch a trick on the street, you can find it all in the street”, este es el final feliz para el realizador de cine evasivo más exitoso y cotizado de la comarca. Hasta aquí fue un perro de reserva más que ganó recompensas por hacer el “trabajo sucio” de alguien más arriba. Hasta aquí llegó su auténtico discurso al respecto, porque también es verdad que nunca se ha aventurado a hacer un cine más autónomo de los medios de producción, honestamente no le interesa dejar de ser un fiel can del status quo, y todo lo que va del nuevo siglo de cinematografía se las ha gastado inventándose mitologías que simulen agrandarlo más de la cuenta y nada más, apantallando manejarse con más libertad, sin creer que Django sin cadenas (2012) vaya hacia otra dimensión de las cosas.
02.01.13