Me dice Jamie, un actor inglés de teatro, en un bar de Prenzlauer Berg, palabras más, palabras menos: “pasan cosas graves allá [en México]; prefiero que estas cosas se traten en el cine de manera oscura [y, por lo tanto, no como en Museo, la película de Alonso Ruizpalacios]”. Lo acabo de conocer gracias a un amigo en común, Montgomery, también del Reino Unido. Montgomery no fue a la función de las nueve porque él y yo íbamos a encontrarnos a las diez en un bar al norte de Berlín. Yo pude ver Museo a las seis en el Haus der Berliner Festspiele, en una proyección que, como la de ayer en el Friedrichstadt-Palast, y la de antier —la premier— en el Berlinale Palast de Potsdamer Platz, estaba a tope.
Es el último fin de semana de la Berlinale, el que se dedica al público en general. Mientras proyectan la película en Berlín Occidental, en Berlín Oriental ocurre la premiación del festival de cine.
Por la tarde me formé en la fila del Haus der Berliner Festspiele, media hora antes del inicio de la función, y vi pasar a algunas personas con letreros improvisados: rogaban por un ticket para entrar a Museo, con el precedente del premio a ópera prima para Güeros en la Berlinale 2014. Más tarde, en el bar, platico con Jamie, que sí entró, y pienso que no entendió la oscuridad de Museo: la de los estragos del último estirón de la modernidad en México; es decir, los años ochenta y su tufo; también la nostalgia que nos provoca a los mexicanos esa década —regresar allí sí nos da dolor—.
Le digo a Jamie: “Tenemos una historia de robos culturales, a veces institucionalizados”. Museo se regodea en criticarlos ingeniosamente, pero Jamie dice que no lo pescó. También le digo: “Los subtítulos en inglés y alemán traducen mal las bromas o de plano las ignoran; algunas ni se pueden trasladar”. Montgomery, que ha vivido varios años en México y nos conoce muy bien, añade algo que para los mexicanos es un lugar común: que en México a veces el humor es defensa ante la catástrofe (o eso nos gusta decir).
VAYAMOS AL CRIMEN Y SU RÉPLICA:
El suceso del que parte Museo es un robo histórico: la sustracción, en la Navidad de 1985, de más de cien piezas prehispánicas del Museo Nacional de Antropología de la CDMX, un crimen perpetrado por dos estudiantes de veterinaria, Carlos Perches Treviño y Ramón Sardina García (en la película, Juan Núñez y Benjamín Wilson, respectivamente), con un desenlace poco afortunado para los ladrones. Al final, resulta un robo que se extravía por la poca pericia de los ladrones para vender las piezas. A partir de este crimen se advierte en el principio de Museo: “Esta historia es una réplica de la original” (cito de memoria). Las calidades de la réplica —en lugar de la representación ("está historia está basada en hechos reales") o de la similitud azarosa ("cualquier parecido con la realidad es coincidencia")— introducen el oficio de la narrativa de no ficción, que emula al pie de la letra la vida real, o al menos a eso aspira, ante lo cual debe indicarse la calidad de la réplica a fin de no confundir el original con la copia. La premisa de la película presume ironía (la historia de la película de hecho no es ninguna réplica de la original, sino una parodia con fabulación) y se refleja después en la ficha museográfica que se pone tras el robo, al lado de la réplica de la máscara mortuoria del rey Pakal: ante los tesoros arqueológicos más preciosos —y transportables— de México, el Museo de Antropología reacciona con la sustitución por réplicas. Aquí también debe señalarse la calidad para no originar confusión.
Y LUEGO, LA PROFANACIÓN:
Así, las réplicas que no se conciben como réplicas (en términos narrativos) sufren sus propias profanaciones, una acción que puede provocar un simulacro de sufrimiento al espectador que respeta las reliquias de la antigüedad: el lavado de la máscara del rey Pakal con un cepillo de dientes, el corte de unas líneas de cocaína con una pieza filosa (quizás uno de los pectorales de la sala de culturas oaxaqueñas) o el uso de la vasija del mono de obsidiana para beber alcohol; finalmente, la construcción de castillos de arena con las piezas arqueológicas robadas, que niños inocentes emprenden en las playas de Acapulco tras la borrachera de Juan con la vedette Scherezada —su fantasía sexual—. Y se puede llevar más adelante: la producción hizo trabajos exhaustivos para replicar una época en su vida cotidiana y también en sus episodios sensacionalistas. Y así se van sumando las referencias, que son replicadas con uso de algunos elementos reales, al punto de que no se sabe qué cosa es real y qué no lo es. El Museo de Antropología, por ejemplo: al ser parte de una serie de locaciones “reales” (por ejemplo, las Torres de Satélite, donde los protagonistas orinan), no se sabe que las escenas intramuros del Museo no son del Museo real, sino que fueron replicadas en los estudios Churubusco por Sandra Cabriada, la directora de producción (Proceso, 17.02.18). Por otra parte, la cultura expoliada por el poder (“ladrón que roba a ladrón”), que yace como experiencia originaria para Juan Núñez, el protagonista (nuestro Gael), en el caso del monolito de Tláloc/Chalchiuhtlicue que se levanta a la entrada del Museo de Antropología y que fue sustraída del pueblo de Coatlinchán (Estado de México), tiene su réplica en el acto de la filmación, que escoge sus reproducciones de las piezas arqueológicas mesoamericanas como motivo conductor.
ONLY 80’S KIDS WILL REMEMBER:
La película ganó en la Berlinale 2018 por guión y las razones son palmarias (en una entrevista que se le hizo en Berlín, Ruizpalacios dijo que la investigación duró varios años; Manuel Alcalá comenzó el guión y luego Ruizpalacios se sumó y entre ambos lo reformularon). Hay correspondencias exhaustivas que replican la cultura mexicana como si se tratara de un museo de nuestra memoria colectiva (versión local y sutil de un Mnemosyne Bilderatlas o Atlas de imágenes de Mnemosyne): La noche de los mayas, la época de oro del cine mexicano, la nota roja, las Torres de Satélite, Goeritz y Barragán, la ballena Keiko, el Museo de Antropología, Jacobo Zabludovsky, la máscara del rey Pakal y las ruinas de Palenque, Televisa, la Quebrada y las casonas de Acapulco. En una casa de éstas, además, se representa la cultura mexicana con el museo privado un coleccionista extranjero: Frank Graves, el hombre que rechaza la compra de la máscara del rey Pakal. La correspondencias y su saturación tienen la fortuna del guiño: si se es nativo de los años ochenta, se reconoce puntualmente la replicación, la ironía, la mezcolanza de “alta” y “baja” cultura. Más que Zeitgeist o espíritu de la época, tenemos aquí una memorabilia de cajón de los recuerdos. Es decir, una colección de referentes de nuestra época infantil (hablo de mi generación), cuando éramos ingenuos ante los temblores que estaban sucediendo por abajo. Algo se nos estaba sustrayendo, pero nosotros nos encontrábamos en una larga fiesta de Navidad y seguíamos creyendo en Santa Claus.
Y ENTONCES, ¿POR QUÉ “RÉPLICA”?
Considero las acepciones de “réplica”. Además de “copia exacta de algo” (DLE), están las de respuesta a otro argumento (a un ataque, en una discusión) y también las de “repetición de un terremoto” (ídem), “normalmente más atenuado”. Museo posee una carga semántica tan fuerte que, no sin calzador, podemos llevar sus significaciones hacia allá o acullá: en el caso de “respuesta en discusión”, hacia la respuesta a la realidad (el robo cultural) en cuanto película que pone en crisis la museografía o la colección al presentarla como sustentada en el expolio o en el robo; en el caso de la acepción telúrica, el acto del robo de las piezas de la sala maya del Museo de Antropología, un sismo cultural, apenas tres meses después del terremoto de 1985.
Me interesa pensar en la película como una réplica al papel que la violencia realiza en la forja de una tradición institucionalizada y oficial. Para erigirse, el museo convoca y se apropia de lo valioso para una comunidad, algunas veces de manera ilegítima, vía el ejercicio de poder o el colonialismo. A fin de cuentas, el museo busca exponer y conservar. Como en algunos casos las instituciones débiles o corruptas no pueden garantizar la conservación, la exposición deriva en la posibilidad de que las obras sufran una segunda sustracción, esta vez privada e ilegal, como la que realizan Juan Núñez y Wilson, y en general como la que se realiza para el mercado negro de bienes culturales. Remitida a los fundamentos mismos de las instituciones museísticas en Occidente y sus expolios —el caso de Giovanni Battista Belzoni—, la película parodia estos movimientos violentos de restos materiales valiosos bajo el humor negro.