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Foro 37 | La libertad del diablo

 

...o el material ausente

por Adriana Bellamy

 

Rostros sin nombre e identidad, voces despojadas de historia, de contexto. Lo más sencillo sería iniciar esta aproximación al más reciente filme de Everardo González con la perogrullada de que la violencia en México nos ha despojado de identidad y que este documental ha logrado de manera prodigiosa transmitir tal vacío. Si esta es tu expectativa, querido lector-espectador presente o futuro, te pido que abandones en este punto el texto antes de adentrarte en estas breves y perniciosas disquisiciones.

Es innegable la magnitud de una guerra que ha reconfigurado para siempre la geografía e historia de nuestro país a partir de la sombra del narcotráfico. También es cierto que encontrar una estrategia cinematográfica adecuada para abordar esta problemática pareciera insostenible la mayoría de las veces. Uno de los elementos por los cuales La libertad del diablo (2017) ha sido elogiada es el uso de la máscara en el testimonio de algunas voces que han sufrido las consecuencias de este lento, abismal e infinito caos que nos aqueja y del cual todos, sin excepción, formamos parte. Aunque existe una serie de razones obvias por las cuales se emplea este recurso (entre los más evidentes la protección de la integridad física de los participantes), habrá que analizar hasta qué punto funciona o más bien se convierte en parte de la estructura performativa que rige el documental.

Desde las primeras imágenes se anuncia ya la brutalidad de cada una de estas narraciones en toda su insoportable bidimensionalidad estéril, constituida a mi parecer por dos principios reguladores: el primero, los planos de conjunto, medios y de gran acercamiento con cámara estática o de movimiento mínimo, ya sea para expresar los momentos más cruentos de las descripciones o la contemplación silenciosa (y subrepticiamente deleitosa de la mirada autoral) del lento desgaje existencial de cada uno de los protagonistas; el segundo, la intervención de grandes planos generales, campos vacíos del paisaje desértico, puestas de sol, carreteras, panorámicas de cualquier ciudad, pseudoembellecidas imágenes de la naturaleza (¿pornoestetizantes del horror?) a la Lubezki, acompañadas por un diseño sonoro pobre, predecible y evidentemente maniqueo.

Personajes que se pliegan a la autoridad del documentalista, máscara impuesta de la que al final una de las entrevistadas se revela para descubrir su rostro y donde realmente hay un atisbo de confrontación, de vinculación o reconocimiento. Lejos estamos de los rostros de Guerrero (Bonlieux, 2016), francos, abiertos en toda su indecible y dolorosa dignidad, metonimias de una nación, visibles hasta el último resquicio, en cada detalle por más terrible que esto sea. Lejos y más porque se trata, éste último título, de una película que pasó inadvertida ara el gran público que no suele ir a Ambulante.   

Se regresa al documental de cabezas parlantes, condicionadas por una careta que las transforma en títeres al servicio de un ejercicio ingrato. Otro tipo de escenificación, pero escenificación al fin, en las antípodas de The Act of Killing (Oppenheimer, 2012), donde las preguntas sobre la justicia y el perdón se hacen manifiestas al reconocerse en su propio artificio como puesta en escena. En La libertad del diablo la máscara irrumpe como encarcelamiento político doble, impuesto por la realidad y por las intenciones o el enfoque cultivado del documentalista; surgen individuos que han perdido toda posibilidad de ser visibles, disueltos  en la estadística, en la agobiante frecuencia y cotidianidad de la desgracia, en la banalidad de una imagen enajenada en nuestra era tecnomnisciente.

La máscara-fetiche supone, entonces, contribuir a un juego aparentemente dialógico, aparente, pues no descubre al observador involucrado o gentil a la manera de un Jean Rouch, quien declaraba de manera explícita sus apegos hacia al material registrado, quien encarnaba la figura del documentalista audaz, consciente de la relación entre lo real y sus fantasmas, generoso e incluso a veces contrariado por el inevitable proceso de intervención abrupta en la intimidad, en las cicatrices del sujeto filmado, generadas por la exclusión, el asesinato, la guerra despiadada, el dolor periódico de la indiferencia y el rechazo social.

González, por el contrario, pareciera fungir como intermediario limítrofe de la visión periodística que en ocasiones se concentra en la impresión súbita, más que en la afección. Me detengo en esta palabra, pues creo que uno de los más graves problemas que nos aquejan como sociedad es la falta de compasión −en el sentido más exacto de la palabra que ya señalaba Horkheimer, volcar el pathos, la solidaridad básica, con los otros− hacia los atormentados en estas épocas de barbarie, cada uno con una fisonomía exacta, dotado de una imagen propia y una carga emocional que, con la precisión de un estilógrafo, labra su ser originario. Precisamente, esta circunstancia se cancela en el documental de González.

De La libertad del diablo pareciera surgir una perspectiva aleatoria, no consciente, preocupada por la violencia especular −varias veces el director ha declarado que filmó a los entrevistados frente a un espejo−, una violencia de sensación y efectos, que construye a un yo como otro/otros, víctimas/victimarios/testigos alienados da lo mismo. La voz del documentalista, con preguntas más cercanas al morbo desnudo (“Si estuvieras frente a uno de los asesinos, ¿qué les harías..?”) (¡!), que a la preocupación por el individuo como reflejo de una sociedad en descomposición, desdibuja los márgenes de los sujetos filmados cuya máscara los aleja de cualquier observador potencial, simulacro que se erige sólo para el filme olvidándose de ese fuera-de-campo, que nos condiciona la mirada e impide tomar posición (en el sentido crítico, hubermaniano, del término).

Entre los ejes que marcan la historia del cine documental se encuentra la preocupación de ligar la lucha social a un medio de representación determinado. Al apropiarse del material filmado, la forma documental generalmente implica una responsabilidad y un propósito que dirige la atención del espectador hacia la manera en la que está elaborado el filme mismo, búsqueda formal al servicio de un compromiso político como alguna vez lo desearon Grierson, Vertov o Richter, y gran ausente en el documental de González. 

En lugar de ser un catalizador para explorar temas, de valerse de la inmensidad de herramientas con las que cuenta el medio cinematográfico, se constriñe a un recurso teatralizado que destituye al sujeto de cualquier opción de agenciamiento. Dolor estático, dimensión imposible, que obliga a cuestionar cómo se constituyen los significados de la mirada y a qué corresponden, cómo la anonimidad, anormalidad, animalidad de un mundo abigarrado y violento se pierde en el efectismo o en la autoindulgencia.

Al final de la proyección no encontramos los resquicios que permitan construir de manera conjunta los sentidos fílmicos o espirituales del filme. No hay hazañas técnicas o imaginarias, sólo una imagen huérfana.

 

19.07.17

Adriana Bellamy



Maestra en Literatura Comparada y Licenciada en Letras Inglesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Se desempeña como conductora del Cine-Análisis en la División de Educación Continua de la Facultad de Psicología de la UNAM, ha sido docente en la Facultad de Filosofía y Letras y sus áreas de....ver perfil
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