por Álvaro Enrigue
Los westerns son la leyenda que se cuentan los gringos para que prive en sus vidas la razón burocrática sobre los excesos de la voluntad individual, el vehículo más eficaz que la cultura de la productividad ordenada ha encontrado para diseminar sus nociones básicas en un país cuya otra mitología fundacional es la asociada al respeto de la libertad individual.
La mayoría de los westerns clásicos —los de los años 50 y 60— se tratan más o menos de los mismo: el arribo a una comunidad de bárbaros de los principios fundamentales para socializar el progreso económico. A veces, como en El Dorado (Hawks, 1966), el pueblo vaquero vive asolado por los bandidos y hay un héroe que los elimina a balazos y luego renuncia a la violencia sentando reales en el territorio mostrenco. A veces, como en Unforgiven (Eastwood, 1992), es el agente mismo de la ley y el orden el que actúa como un déspota cuyo sacrificio es esencial para que la historia pueda ser contada: para que la letra se disemine entre los bárbaros —la letra, en el pensamiento protestante, es el empedrado del camino a la civilización. Siempre hay, por supuesto, un resto de nostalgia por el mundo ido: en MacKenna’s Gold (Thompson, 1969) una asociación de forajidos —apaches, mexicanos y un sheriff no malvado, pero de moral claramente laxa (tanto que fue amante, oh horror, de una india)—, hacen una última apuesta por enriquecerse sin seguir los preceptos puritanos del trabajo y el ahorro y son castigados por ello. En una de las mejores películas del género que se hicieron jamás, The man who shot Liberty Valance (1962), de John Ford, un senador regresa al pueblo en el que inició su carrera política y cuenta la historia casi mítica sobre la forma en que, armado sólo de sus libros de leyes —y la amistad y pistola humeante de John Wayne, hay que decirlo— insertó a toda una región del suroeste norteamericano en los ciclos de la vida democrática y productiva.
Es sintomático de lo anterior, y lo apuntala, que los spaghetti westerns, pensados, escritos, dirigidos y rodados por italianos —con unos cuantos actores de los Estados Unidos para que no todos los vaqueros hablaran un inglés infecto— la fórmula no se cumple. En un western concebido por una mente no-estadounidense, pasa lo que en realidad pasa siempre: priva el caos, ganan los malos, las cosas se quedan como estaban o peor. Un spaghetti western es la imagen ante el espejo de una película del género original: todos sus valores están invertidos —de ahí que sean, también, piedra angular en la creación de la mitología de lo cool: lo que no participa, lo ajeno, lo que no reclama. Una película de vaqueros italiana es un canto al fracaso de cualquier esfuerzo civilizatorio —la raíz católica del género señala que el único camino a la salvación es la muerte. Los westerns originales funcionan al revés: dicen que el alma norteamericana no es trágica sino constructiva, que el progreso no sólo existe; si uno se empeña —o cierra los ojos y lo piensa mucho-mucho—, va a llegar.
En el fondo, lo que cuentan los westerns es un relato sobre la conquista del vacío. En las películas de vaqueros lo que antes era una nada caótica —la naturaleza, el bandidaje, la violencia—, se santifica mediante los rituales de la imposición de la palabra escrita, la ley, para que en el sitio en que estaba lo ajeno haya algo que se mueve hacia adelante: la Historia, que se desplaza de este a oeste —de Washington DC a Texas, de Nueva York a Arizona— imponiéndose a la naturaleza improductiva.
El dato que siempre falta, y es un dato que explica muchísimas cosas con respecto a la relación de Estados Unidos con América Latina, es que esa nada salvaje que los abogados con sombrero y botas le reclaman al caos, si era algo: México. Lo que los westerns cuentan es que la democracia y la industriosidad avasallaron el espacio de lo mexicano, que se había ganado mediante la firma de un tratado y no de una guerra de Conquista. Primero no había nada, luego hubo un caos mixto —mexicanos, indios, blancos crapulosos— al final hubo el orden democrático y productivo. Los westerns son el último cuento de la antología de la Conquista de América. Garantizan que los gringos vienen de Europa y no de América.
18.08.14