por Brianda Pineda
‘ESTRAGON : Don’t touch me! Don’t question me! Don’t speak to me! Stay with me!
VLADIMIR : Did I ever leave you?
ESTRAGON : You let me go’.
— Samuel Beckett, Waiting for Godot, Act II
"Qué variedad y qué monotonía al mismo tiempo, cuánta variedad y al mismo tiempo cuánta, cómo decirlo, cuánta monotonía. Qué movido y al mismo tiempo qué tranquilo, cuántas vicisitudes en medio de tanta inmutabilidad."
Textos para Nada, Samuel Beckett
Son tres los largometrajes que componen la trayectoria de Vincent Gallo como director de cine. El último film (Promises written in water, 2010) es desconocido misterio para la mirada que escribe, estas líneas nacen del encuentro con su ópera prima Buffalo ’66 (1998) y la que tanto escándalo provocó en Cannes, ganándose el título a peor película proyectada en la historia del festival, The Brown Bunny (2004).
Hay cierta similitud si ponemos a dialogar los dos films. El protagonismo de Vincent salta a la vista en las dos tramas: un hombre solitario cuya tristeza es reflejada mediante la histeria y la violencia (véase el perfil psicológico de Billy Brown) o el silencio errante sólo roto por las paradas que va realizando en el camino Bud Clay para cruzar palabras o impresiones con otras mujeres sin conseguir desvanecer la imagen del amor atormentándolo, el recuerdo y ausencia de Daisy (Chloë Sevigny). El tono melancólico es la propuesta de ambas cintas: el desencanto y la inestabilidad amorosa como eco del ser cuya realización se ve impedida por la familia y sus deseos distorsionándolo todo pero también por la incapacidad de hacer frente a sus fantasmas y cambiar el rumbo viciado que, por lo menos en The Brown Bunny, habrá de situarlo en el caos.
En este último film la cámara es invasiva, nos acerca los ojos de búho de Gallo con recurrencia, nos pone a sus espaldas jugando con ello al espectador sombra, nos guía por sitios donde el tedio de la cotidianidad lo ha contaminado todo y, sin dejar de lado ese tono hiperbólico, nos muestra páramos deshabitados donde la soledad crece como una yedra silenciosa. Como road movie es una de las más aburridas de la historia, Bud Clay no se tomó siquiera el tiempo de quitar las manchas del vidrio de su automóvil. El espectador se entera poco del paisaje pero hay en el ambiente lúgubre y nocturno algo de complicidad, somos el copiloto del hombre aturdido y silencioso que más de una vez fuimos. Poco valdría la pena si no fuera por los últimos veinte minutos de la película. Es en este punto donde comprendemos el orden hasta entonces expuesto de la realidad, cuandoel último encuentro entre Bud y Daisy terminó en crimen. Como efecto de la fiesta y el vicio tres hombres la violaron y asfixiada por su propio vómito apagó las últimas luces con un gesto absurdo. Para recordar esto Bud tuvo que realizar un viaje al territorio de lo invisible, su destino, un cuarto de hotel donde ocurre el último encuentro erótico con su novia fantasma. Orgasmo turbado en la felación frente a miradas que desnudan al film. Cada uno caerá o no en la interpretación que nace de dicha entrega, sin que esto nos haga olvidar la obsesión del director neoyorkino por recordarnos qué tan grande es su pene como principal sospecha.
Su mayor acierto es sin duda Buffalo ’66. Después de salir de la cárcel, y aprovechando las extrañas circunstancias que llevan a su encuentro, Billy Brown decide visitar a sus padres en compañía de Layla-Wendy Balsam (Christina Ricci) su fingida esposa. Todos los personajes están dibujados a modo que sus diálogos de tan absurdos nos remitan, si nuestro afán es descifrar por qué está ocurriendo todo eso, al pasado. A la infancia de Billy Brown quien todo este tiempo ha sido un dolor de cabeza para los padres pues fue su ocurrencia nacer en 1966, último año en que los Buffalo Bills ganaron un campeonato. Distracción fatal para una madre y un padre fanáticos del fútbol americano. Forzando un golpe de suerte, adolescente ya, apuesta 10,000 dólares en la final de otro campeonato y al perder –sin contar con esa cantidad de dinero- es encarcelado.
Cine donde todo es un pretexto oportuno para decir algo más. Gallo desborda un humor delirante y gusta de rupturas de sentido que buena falta hacen al visionario cinéfilo mediante diálogos dirigidos por un personaje a otro personaje oculto tras una cámara que en su disposición no es más que el espectador enfrentando al film. La ficción se tambalea sólo en la mente del espectador pues pese al tono sarcástico la verosimilitud, por más descabellada que nos parezca, continúa de pie. Buffalo ’66 es un subir el volumen para no escuchar las fórmulas de felicidad a las que tan acostumbrados nos tiene el cine de Hollywood. Recuerda la extravagancia de un Lynch sin esa inclinación insólita por el misterio, en sus bordes: el padre de Billy canta para Wendy en una habitación roja una canción que, como todas las pistas musicales en ambas obras de Vincent, revela una ternura opacada sólo por los trazos de la realidad pero profunda en permitir asomarnos a las esperanzas de los personajes. La historia de amor entre Billy Brown y Layla (una adorable y extravagante Christina Ricci) cuyo punto de partida es la mentira y la estrategia de Billy para dar forma a una venganza es la metamorfosis a la que nos obliga el deseo, el reconocimiento en la cercanía del otro, el amor como consuelo a la fiereza de las bestias.
Absurdo o no es innegable el tono íntimo del canto cinematográfico del Gallo. Grotesco o ligero rayando en el aburrimiento es un recordatorio de cómo se maneja la intriga en los sitios donde aparentemente no pasa nada. Cine elocuente cuyo acierto es involucrarnos en un asombroso, por ratos, síndrome de abstinencia como motivo creativo para el séptimo arte.
21.04.14
Xalapa, 1991. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana. Ganadora en dos ocasiones del Premio Nacional al Estudiante Universitario Carlos Fuentes. Ha publicado reseñas y artÃculos en La Palabra y el Hombre y reseÃ....ver perfil