Hace algunos días, urdiendo en el buscador de google, me encontré con dos “joyitas” del cine japonés: la película Shurayukihime (Lady snowblood, Fujita, 1973) y la guapísima actriz nipona Meiko Kaji (protagonista del susodicho filme).
Después de un rato, entre el youtube y la wikipedia mi obsesiva búsqueda ya había acumulado un montón de datos relevantes (más significativos que curiosos). Por ejemplo: que la cinta está basada en un manga del mismo nombre, escrito por Kazuo Koike e ilustrada por K. Kamimura, y que, tanto en Japón como en otras lejanías orientales y europeas, es apreciada como película de culto. Finalmente caí en cuenta de que fue ésta historia la que inspiró –y en la que se basó– el ya consagrado Quentin Tarantino para llevar a cabo su Kill Bill (2003-2004).
Ahora ya es bien sabido que Kill Bill es la creatura Frankenstein de los homenajes cinematográficos. Lo curioso es encontrarse con una avalancha de comentarios y sitios en la “red” que insisten en descalificar este hecho, abstrayendo de la obra un juicio –resultado de un deficiente análisis, ya de por sí embarazado de prejuicios y falsas concepciones- que demerita la “originalidad” y talento de su director, llegando incluso a tildarlo de plagiario y fraudulento. Vamos acercándonos a ambas películas en vez de terminar atracando en el lugar común de los veredictos fútiles, como suelen proceder todos aquellos románticos intransigentes, obstinados con la supuesta “originalidad” de una obra.
En Shurayukihime una venganza inexorable trasciende una generación y se engendra en una bebé, alumbrada entre el calor de pasiones proscriptas y una tormenta de nieve. Yuki (Meiko Kaji) se convertirá en el ángel exterminador que impondrá el castigo divino a los verdugos de su familia. De esta manera se configura una anti-heroína de nítidos contrastes e insondables sentimientos, que combina los exquisitos y delicados movimientos de la geisha con la destreza y furia del bushi, en la que su belleza y palidez contrastan abruptamente con la sangre salpicada y el horizonte ensombrecido por el cual ella se precipita hacia la fatalidad.
Lady snowblood es más que un tópico “típico” de la incuantificable zaga fílmica sobre venganzas: es un poema cinematográfico (si es que vamos a darle la categoría de lenguaje al discurso fílmico), que queda perfectamente sintetizado en su tema musical (“Flowers of carnage”), interpretado también por Meiko Kaji.
En Kill Bill encontramos el mismo tema y mucha semejanza con el argumento de la cinta japonesa. Incluso el flashback anime en el cual se explica el origen de O-Ren está inspirado en el flashback que Toshiya Fujita monta, con una vertiginosa alternancia, entre ilustraciones manga y realidad, cuyo propósito es explicar (en Lady snowblood) el origen de una situación social determinante: el germen de una particular tragedia. En Kill Bill, Beatrix-Kido y O-Ren Ishi parecen personajes desdoblados de Yuki (la vengadora geisha). Y la parte final del capítulo de O-Ren, la batalla, constituye uno de los homenajes más expresivos y mejor logrados a la contraparte nipona, invitando, inclusive, como fondo musical el mismísimo tema musical “Flowers of carnage” que sostiene a la película japonesa.
Lejos de tratarse de un desleal fusil, o un remake clásico, Kill Bill es un h-o-m-e-n-a-j-e que no carece de originalidad ni de respeto hacia sus fuentes de inspiración, que son varias, aunque aquí nos centremos en una, quizá la más importante para esta película. Tarantino jamás ha negado ésta condición, pero el verdadero desafío al que se enfrentó fue saber adaptar, armonizar todas las voces (formas de constructos, citas textuales, actores y personajes) para crear un discurso propio, logrando la remembranza entrañable de los elementos, al mismo tiempo que es una semblanza del séptimo arte.
El recurso del homenaje en el cine jamás demerita la calidad del director. Tarantino ha desarrollado un estilo propio, el cual podemos considerar, ahora, consolidado y pulido, aunque, en ocasiones, predecible. Sus homenajes se delatan libremente y con todas las pretensiones de cara al espectador, revelando la erudición fílmica -o mejor dicho, la cinefilia- de Tarantino, así como el apremiante reconocimiento al cine que motivó e inspiró su carrera.
Y, a propósito, si, usted, lector, quiere revivir esa gran batalla a la que se hace referencia en esta nota, vaya al Autocinema Coyote a pasar la larga y romántica noche de función doble el próximo 4 de febrero. No se lo puede perder.