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El cine en la punta de la jeringa

A cien años de William S. Burroughs

por Gregorio Lywer

God bless you my son, now you can go to hell.

Father Murphy, (Drugstore Cowboy, 1989)

 

El salón del Almuerzo desnudo de Bill… Pasen ustedes… Bueno para jóvenes y viejos, hombres y bestias. Nada como un poco de aceite de culebra para engrasar las ruedas y montar el número en la pista, Bautista. ¿De qué lado estás? ¿Congelado hidráulico? ¿O quieres echar un vistazo con el buen Bill?

William Burroughs

 

Se cumplen ya cien años del nacimiento de uno de los más grandes e indecentes adictos modernos de la literatura universal: William S. Burroughs. Nacido en St. Louis, Missouri un cinco de Febrero de 1914, es autor de más de una decena de libros entre los que se cuentan Junky (1953), El almuerzo desnudo (Naked Lunch, 1959), Nova Express (1965), The Third Mind (1977) y The Cat Inside (1986), entre otros. Escritor demencial que también dejó un fuerte legado en el imaginario cinematográfico, al grado que poco antes de su muerte tuvo a importantes realizadores y productores de cine a sus pies, como temblorosas nudistas adictas al crack, todos llorando y gimiendo por una oportunidad para tener algo del viejo “Bull Lee” en alguna de sus imágenes; ansiando arrancarle aunque sólo fuera un último pellizco visual.

A propósito del natalicio de este chamán de las drogas duras, justamente se cumple una década de mis primeras líneas sobre un lejano escritorio de madera en el estudio de una colega bukowskiana. “Se huele cómo entra, limpia y fría, en la nariz y la garganta, luego una oleada de placer puro atraviesa el cerebro y enciende los interruptores de la coca. La cabeza se te estremece de explosiones blancas. A los diez minutos ya quieres otro pinchazo… serías capaz de cruzar la ciudad por otro pinchazo. Pero si no puedes conseguirlo, comes, duermes, y te olvidas del asunto. La coca es un deseo puramente cerebral, una necesidad sin sensación, sin cuerpo, una necesidad de fantasma terrenal, ectoplasma rancio barrido por un viejo yonqui que tose y escupe en las mañanas enfermas” (Burroughs, 1959: 33). Esa vez el festín de los caramelos nos consumió en una noche furiosa, noche de sueños perdidos, robados y proustianos en los que mi pipa de opio no dejó de humear hasta el amanecer. Curiosamente en esa misma casa alguna otra vez por la misma época, seis personas acostadas en una misma cama, vimos The Acid House (1998) de Paul McGuigan, emblemática película sobre el mundo de las drogas. Tardes maravillosas de juegos, “frités” y “crudeo” prolongado en las que mientras unos se retorcían en el piso, otros veían películas, prendían otro churro de mota, quizás algunos cogían en el baño o en la cocina. La vida es una línea blanca que se nos pierde al paso de los años nasales, los libros y el cine son otra cosa.

Recuerdo que también por aquellos días yo comenzaba a leer, como maniático, al luminoso Jack Kerouac y al sombrío William Burroughs. A propósito de esto, otra de las películas que llegué a ver en esa lejana casa femenina, casa del sol naciente, fue El almuerzo desnudo (Naked Lunch, 1991) de David Cronenberg. Una adaptación no muy fiel al legendario libro del yonki supremo, la cual era estelarizada por Peter Weller en el papel de Bill Lee. La cinta toma la frenética idea de Burroughs, con estructura entrecortada, espinosa y difícil de digerir, a la que termina convirtiendo más bien en un delirio de ciencia ficción que concuerda más con las obsesiones personales de Cronenberg que con el texto base. La adaptación de El almuerzo desnudo falla como diálogo con el libro, no obstante triunfa narrativamente como pieza individual, como cinta de drogadictos que alucinan conspiraciones interestelares.

La primera aparición del viejo Bill en la pantalla se dio en el cortometraje experimental de Antony Balch, Towers open fire (1963), en donde este escritor, además de ser el guionista, aparece interpretándose a sí mismo: en esta pieza las imágenes en blanco y negro, que recuerdan mucho a la Nouvelle Vague, son guiadas como una sinfonía esquizofrénica por la metálica voz de Burroughs que habla sobre las drogas químicas y sus efectos en el cerebro, entre otras cosas.

 

De su larga intervención en el cine encontramos también casos como La brujería a través de los tiempos (1922), de Benjamin Christensen, documental de terror sobre la brujería que para su relanzamiento de 1968 tuvo al polémico Bill Lee como narrador. Casos interesantes son, por un lado, el de Chappaqua (1966), de Conrad Rooks, película sobre el inicio de la psicodelia en San Francisco y donde el autor da vida al personaje de Opium Jones; por otro, también importante es The junky’s Christmas  (1993), cortometraje producido por Francis Ford Coppola, escrito y narrado en off por Burroughs y dirigido por Nick Donkin, el cual cuenta la historia de Danny, limpiaparabrisas yonqui que tras pasar 72 horas en prisión, y ser liberado en la víspera de Navidad, buscará terriblemente un fix de heroína. Este  extraño corto es una animación elaborada en stop motion.

Además de la infinita e innumerable cantidad de veces que el séptimo arte hace mención a la obra de este maestro, Burroughs llegó a plasmar su imagen en la pantalla con alrededor de quince apariciones, quizá la más emblemática fue la que realizó para el filme de Gus Van Sant, Drugstore Cowboy (1989). En esta película, protagonizada por Matt Dillon y Kelly Lynch, el escritor da vida al Father Murphy, un sacerdote ex adicto a las drogas que se vuelve muy cercano a Bob, el protagonista. En una de las secuencias más contundentes del film, casi proféticamente, el padre Murphy predice que en el futuro la cuestión de las drogas será usada como excusa para crear una policía global que permita manipular el asunto y someter a la gente. ¿Acaso estaba equivocado el maestro?

Pero el legado cinematográfico de Burroughs no concluye ahí, la extensa línea de cocaína visual que este iluminado –de la literatura y del pensamiento duro como piedra yen pox antes de entrar a la pipa– nos dejó, se extiende a su vez en todas las ocasiones en que otros actores le han dado vida en la pantalla de los sueños lúcidos. Uno de los ejemplos más recientes fue el de la cinta On the Road (2012), de Walter Salles. En esta película tenemos a un irreconocible Viggo Mortensen, completamente metido en su papel y, por un rato, sin pantalones, dando vida al viejo Bull Lee, nombre con el cual Jack Kerouac nombrara a William Burroughs en la novela sobre la cual gira dicha adaptación.

 

Me encuentro a diez años exactos después mis experimentos fallidos en el mundo de las drogas y, ahora también, a cien años del nacimiento del viejo Bull Lee, Bill Sorrows o Bill Lee, como se prefiera. Después de haber visto cómo tantos colegas míos de aquellos días, con mucho menos droga de la que el amigo Burroughs llegó a poner en su torrente sanguíneo, se desplomaron en sanatorios mentales y otras instituciones, no deja de sorprender cómo aquel santo de mirada extraviada y voz monótona pudo durar tantos años. Las líneas blancas son borradas por las narices del tiempo, los barbitúricos de Bill van perdiendo su efecto y la puerta de la heroína es una frontera que sólo cruzan los más locos, necesitados, iluminados o valientes, a saber.

Alguna vez a los dieciocho, mientras intentaba drogarme un poco como todos, supongo, leí los pasos de aquel hombre que regresó del mundo de las visiones y del vacío, aquel hombre que fue nadie (con baba bajo el mentón y mirada perdida mientras contemplaba sus zapatos sucios) y regresó de la Nada. Ahora los recuerdos se agolpan en mi mente y azotan la puerta de la nostalgia al ritmo de la canción Just One Fix de Ministry, donde por cierto, aparece Bill: cual ectoplasma que ha vencido al frío, oscuro padre Murphy que nos habla del fin de todos los hombres y de la Nada infinita que late dentro de cada alma, porque tanto en el libro, en la imagen, como en la jeringa, siempre hay lugar para uno más, señor… o como dijera el mismo Burroughs: “Mirad, mirad bien el camino de la droga antes de viajar por él y mezclarnos con malas compañías. Palabras para el que sabe.”

 

06.02.14



Gregorio Lywer


@GregorioLywer
Nació en la Nada de un barrio proletario cualquiera, hacia la Nada se dirige. Soy un lector de abismos y un soñador de vacíos fuera de servicio. Vivo en el delirio perpetuo, entre las sombras del caos citadino y las ris....ver perfil
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