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Muerte en Venecia

Un clásico de la historia del cine, uno de los mejores desenlaces del cine italiano y, por supuesto, una obra maestra de Visconti, son la presente película que se une a nuestra temática mensual acerca de las vacaciones. Aquí, el realizador italiano, propone una vacación "obligatoria", ¿quizá permantente?, a partir del infortunio del protagonista que prácticamente se llevará de viaje a sus obesiones.

 

por Verónica Ramírez

 

Adagietto, Sinfonía Nº5 de Gustav Mahler. La vista sobre el océano se cristaliza con las apacibles olas, como una muestra del tornado que nace de los obstáculos oprimidos de Gustav von Aschenbach, siempre buscando aquello que no se encuentra en la hilarante lucha de permanecer inmóvil y reencontrarse consigo mismo.              

El descanso tiene la cualidad de suspender el tiempo como si se tratara de un reloj de arena, lento su paseo, casi imperceptible en el estado idóneo de juventud. Las vacaciones “obligatorias” son el escenario de Muerte en Venecia (1971) adaptación de la novela de Thomas Mann, dirigida por el realizador aristócrata, conde de Lonate Pozzolo, Luchino Visconti.  

Después de haber vivido la pérdida de su hija y una descendiente en su carrera, Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde), compositor alemán, decide hacer un viaje a Venecia.

Todo transcurre con singular tranquilidad hasta la aparición del joven Tadzio (Björn Andresen, también visible en el documental Alla ricerca di Tadzio, 1970), de quien se enamora platónicamente. En medio de esta inesperada situación, se revela una enfermedad que está ocasionando muerte entre la población: cólera. Lujos y divertimentos del hotel presentados a los turistas y la devastación de una enfermedad oculta, que traen consigo el contraste de la inminente muerte.

Más que un retrato de amor de un hombre sobre el hombre, Muerte en Venecia está más próxima a la apreciación por la estética. La belleza, ese amor andrógeno de percepción que no escapa de quien se atreve a mirar y descubrir, como si se tratara de una pintura, escultura o una canción, lo que nos gusta, nos reconoce y reencuentra, por ello volvemos sin dudar al hogar cálido. A esto se le podría llamar amor, también obsesión.

La figura de Tadzio, representación griega del deseo y perfección. Nos obliga a ser testigos silenciosos de la imagen corpórea, presenciar para no afectar, ni contradecir la forma.

De la postura ejemplar a la decadencia de los sentidos. El espectro del cólera, mala fortuna para nuestro protagonista, pone a tope la situación. Abucheado por sus propios demonios, perdido en la soledad más agobiante, la que perdura por no ser capaz de manifestar la calidez del deseo, perdido antes, perdido después, en tiempo del descanso, muerte y belleza. Ese significado que persiguió con su música, se manifiesta ahora en el umbral del dolor.

–Parece decir– podría construir con mis manos la sinfonía a contraluz que me regala el sol, donde la brisa es el reflejo para no perder la fuerza, la locura por locura, el vacío de un cuerpo joven participativo y ausente, se aleja, forma parte del horizonte. Me marcho, con el destello del mar, me marcho entre el sudor, la impotencia y la enfermedad, no sin antes robar del paisaje un punto estático donde siempre serás joven, y la belleza tendrá tú nombre.

A causa de la obviedad compulsiva, demando, rasgando la suavidad en la tormenta de los deseos transversales inocuos, sobre la facticidad soluble. Amando con locura y desesperación, de un respiro en respiro, despide al Eros de arena y mar.

 

07.08.13

 



Veronica Ramirez


@vehuitz1
Realizadora, guionista lunar en el arte y oficio del movimiento.....ver perfil
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