por Julio César Durán
Una invasión extraterrestre, en apariencia no civilizada, aprovecha una falla cósmica que hace del anillo de fuego del pacífico un puente entre nuestro planeta y la amenaza de los kaiju. Rápidamente las fuerzas internacionales primermundistas hacen el contraataque, sin embargo la “ocupación” de los monstruos gigantes no cesa y es preciso construir una fuerza que iguale a estas bestias y pueda derrotarlas. Así nacen los mechas occidentales de la mente de Travis Beacham y Guillermo Del Toro, los ya famosos jaegers, colosales robots que deben ser tripulados por una pareja que pueda conectarse entre sí, ayudados de sus emociones y recuerdos.
Titanes del Pacífico (Pacific Rim, Del Toro, 2013) es una obra de entretenimiento, que basa su razón de ser en los efectos especiales y parte de una estructura narrativa bastante convencional, pero tiene algo más que ofrecernos. Dedicada a los monster masters del cine, Ray Harryhausen (El gran gorila, Jasón y los argonautas, Furia de Titanes) –quien fuera el creador de algunos de los efectos visuales más impactantes del siglo XX y que logró perfeccionar muchos otros– e Ishirô Honda (Gojira, Rodan, Dreams) –el padre de Godzilla y por supuesto del kaiju eiga, género japonés de monstruos gigantes–, lleva a cabo una labor de sincretismo fílmico que tiene como resultado una pieza que deja de ser copia para ser una forma distinta de ver los subgéneros del cine de ciencia ficción o fantasía.
Tanto el argumento como el conflicto dramático de la película son bastante básicos, no hay mucho más que decir que, con las valiosas herramientas que son los jaegers, un grupo de “resistencia” (multiétnico en tiempos de globalización) intentará llevar a puerto una operación suicida y a contrareloj: destruir el punto de unión de nuestro mundo con el de los kaijus con un arma nuclear. Sí, hemos visto la misma película un millón de veces y sí, sabemos que, con sacrificio o no, lo van a lograr, lo interesante como siempre en el arte cinematográfico es el cómo.
Pacific Rim encuentra su inspiración primaria en el anime, en el subgénero japonés de horror y fantasía, los monstruos gigantes, y por supuesto en la robótica apropiada por la cultura pop. Alejado totalmente de maquinarias que se vuelven mascotas del neocolonialismo xenofóbico (cfr. Transformers, Bay, 2007 a 2011), Del Toro encuentra un equilibrio entre el blockbuster veraniego norteamericano y el ya tradicional mundo del mecha japonés –del que por cierto nos quedamos con ganas de más, ya que el único jaeger nipón aparece unos cuantos segundos– donde se ve obvia influencia de aquellos artefactos conectados íntimamente con sus tripulantes (sí, sí, todos piensan en Evangelion, pero olvidan Gundam o Escaflowne e incluso el clásico Mazinger Z), no obstante nos deja otra cosa que no se queda ahí sino que parte de dichos orígenes. Aquí, a pesar de que tiene el cansado y a veces ridículo “épico discurso final” como toda película estadounidense, mantiene un tono internacional, en el que serán las voluntades humanas las que superen a las propias herramientas/creaciones y a la monstruosidad misma a través de una estilización oriental, que va desde los samuráis del manga hasta la urbanidad vista desde unos ojos a la Wong Kar Wai.
Está claro que el estilo de Del Toro se centra en la creación de mundos cercanos al nuestro que son tocados por una otredad exagerada. Siempre a la caza de un excelente diseño de producción y de la materialización de bestias que son el detonante del actuar de los personajes, el director mexicano consigue hacer una obra verosímil no por el trabajo de efectos visuales y sonoros (que son bastante elaborados), sino por su dirección de actores.
Más allá de ser un experto en maquillaje, hacedor de monstruos y demás, Guillermo Del Toro es un diseñador de personajes. Lo que logra conectarnos con esta historia llena de fantasía es el manejo de las características y la expresividad de los actores. La delineada psicología y personalidad de cada uno, que van dirigidos con dedicación, nos hace empáticos con la película, no importando cuan improbable pueda ser, entramos completamente en un universo tan parecido al nuestro que nos conmueve.
Con Titanes del Pacífico, recordando puntos de conexión con el resto de la filmografía de Guillermo Del Toro, algo me queda muy claro: al realizador mexicano no le gustan los monstruos, es una mentira, a Del Toro le gustan las historias de amor. Justo las relaciones filiales, paternales, incluso las de pareja –estas últimas a las intenta llegar de manera muy tímida– son la gran preferencia del cineasta. Todo el contexto de futuro cercano –que se sostiene por detalles mínimos de la vida común y de una tecnología poco exagerada–, de la mano con los monstruos gigantes que atraviesan la brecha, y que llegan con mayor parecido a sus reptiles de Hellboy (2004) que a sus otros amados (los insectos), sumados a los gigantescos robots que van a detenerlos (entre apantallantes batallas) no son más que un mero escenario, un fondo que servirá de catapulta para que el conflicto real nos llegue a las emociones y haga encariñarnos con una película que superficialmente podría no tener más que ofrecer que efectos especiales.
Pero ahora recapacito. Tal vez me equivoque, justo la creación más monstruosa jamás pensada por la mayor imaginación del ser humano es precisamente el amor, o como nos recordará John Maybury, “el amor es el diablo” (cfr. Love is the Devil: Study for a Portrait of Francis Bacon, 1998). Sí, a Del Toro le gustan los monstruos, pues ¿qué cosa más atroz puede haber que la relación con un padre dictatorial y poco permisivo?; ¿qué cosa más bestial puede existir que la eterna batalla entre hermanos, sean de sangre o no?, cual Caín y Abel; ¿qué momento más feroz podemos encontrar en nuestras vidas que el sensual enfrentamiento con aquel otro que nos atrae, tan seductor, y que en Titanes… aparece disfrazado de una prueba de batalla? Es definitivo, al director le gustan los monstruos, pero no aquellos con semejanza a dinosaurios o bichos enormes, sino los más peligrosos, los que se encuentran al lado de nosotros, en los que confiamos (o no) y con los que tenemos que lidiar todos los días. El reto de los protagonistas en el filme será poder conectarse con esa otredad tan cercana, quitarse de encima prejuicios, ataduras, para contrastarse con las bestias y conseguir su propia humanidad.
Siguiendo parte de la idea, los géneros fantásticos, sobre todo los de terror y suspenso o en su caso todos los tocados por una entidad ajena al universo interno presentado en la pantalla, se han visto históricamente como representación de nosotros mismos, de nuestros miedos, de nuestras neurosis, de nuestras angustias y de nuestros propios errores. Como siempre he dicho, Godzilla no se entiende sin la bomba atómica de Hiroshima, King Kong y los monstruos clásicos de los años 30 no se entienden sin el crack económico del 29, incluso a fechas recientes Cloverfield y El Huesped no se entienden antes de las gripes (porcina o aviar) y del 11 de septiembre de 2001. Titanes del Pacífico llega en un contexto de globalización/globalifobia, donde los países son controlados por un corporativismo sin sentido, por un lado, y donde las acciones nacionales ya no pueden ser unilaterales ni mucho menos sus consecuencias. Precisamente este filme da cuenta del terror que está siendo causado a nivel mundial, donde los líderes políticos están bastante lejos de poder ya no ofrecer soluciones, sino por lo menos vislumbrar una resolución cuyo impacto sea positivo a sus “gobernados”, donde lo que se construye siempre debe ser increíblemente visible y urgente, más no importante.
Pacific Rim no es perfecta (tiene errores de continuidad y el guión corre demasiado detrás de las peleas), pero sí se convierte en un filme familiar bastante disfrutable y con interesantes puntos de lectura. Aconsejado por James Cameron, González Iñarritu, David Cronenberg y Alfonso Cuarón (a quienes agradece en pantalla), Guillermo Del Toro consigue dirigir una película que se siente personal y que además de todo es entretenida, que no pretende más que darle al espectador un punto del cual sostenerse, reflejarse y por qué no, inspirarse. La nueva súper producción de enormes monstruos y máquinas es una catarsis de aquello que nosotros hemos creado y que poco a poco nos sobrepasa y que no dudará ni un segundo en aplastarnos.
08.07.13