Como corolario de este gran sexenio de vivir mejor para arriba (sin techo de deuda que valga), se estrena comercialmente quizá el fresco documental más fiel a la política pública calderonista: El velador que mira, ocioso, callado y discreto, nos va contando casi nada pero de la manera más flemática posible, dándonos espacio para pensar en lo que puede valer la vida... o no.
por Praxedis Razo
Medio atardece desde la visión borrosa del parabrisas de la camioneta de Martín, nuestro callado y taciturno guía por la ciudad de los muertos, el panteón Jardines de Humaya, en Culiacán, Sinaloa. Desde las primeras vistas ya estamos –como espectadores– frente a una perspectiva absolutamente nulificada –la de Martín–, y a un documental que pretende decirnos todo lo que pasó en un sexenio de soslayo, aunque maravillosamente coloreado de tezontle y resignificado por virtuosos tiros de cámara.
La lente de Natalia Almada comienza a fragmentar el cuerpo de un hombre, Martín, que conduce a medio ver una añosa camioneta, con la que intenta llegar al que veremos es su lugar de trabajo: un huacal a medio construir, donde los albañiles guardan sus herramientas y su irremediable aunque coqueta indumentaria, que se presenta como un lamentable cuarto hecho de block que hace de alcoba del gran señor velador, al que le espera una larga noche de lentitud vacía mortuoria, y nos regala las primeras y casi únicas frases a medio pronunciar de la película: “En la noche nadie puede andar por allá, por las… por entre el panteón”, balbucea con la mirada abierta hacia lo que parece una casita firme de tres pisos con cúpulas nuevecitas y un acabado a todo lujo, permitiéndonos contrastar ambos mundos, el de los vivos (mínimo, insignificante) y el de los que yacen bajo tierra (impresionantemente ramplón).
Así comienza El velador (2011) y la inútil jornada laboral del enajenado personaje al que la modesta cámara de Almada va a seguir a lo largo de cinco noches, en las que intentará hacernos discernir los altos contrastes.
CINCO NOCHES
El tiempo es relativo pero tajante y claro. Parece que la grabación fue un trabajo de casi un año de ir y venir a los Jardines de Humaya con Martín y a captar algunos aspectos valiosísimos para la película, pero la consciencia de cine que padece Almada la hizo estructurar su filme en cinco largas noches en que nos vamos a refugiar con el protagonista, mientras las oscuras voces de los noticieros mal sintonizados por la televisioncita van dictando la sentencia de la voz oficiosa de la guerra, y las oscuras y lejanas bandas van llevando serenata a los muertos idealizados por sus deudos. La información sonora sobre la situación del país en el 2008 se entreteje discretamente (como todo en esta película) a un vomitivo infomercial protagonizado por quien fuera un ídolo nacional del cine genital -"su amigo Luis de Alba", se presenta el impresentable-.
El paso del tiempo también está representado por el motor de la carcacha que pone a disposición del antojo nocturno suculentos cocos y fruta tan polvosa como asoleada. Siempre con el radio y la información encendidos y un cigarrito en la boca, el digno tendero se postra fiel a los clientes potenciales que irán llegando, se intuye, a lo largo de las horas sin sol, mientras que Martín riega, como si se tratara de una estoica condena, un pedazo de tierra yerma antes de irse a refugiar de las inclemencias de la noche, a lado de su miserable foquito móvil que irónicamente lo retrata como todo un radiante solitario.
Las cinco noches en vela se las pasa Martín pensativo. Su mirada constante va cargada del elocuente vacío que deja un trabajo rutinario e involuntario. Se asemeja a las miradas perdidas de las lonas que ostentan algunas criptas que, en lugar de fríos y "formales" epitafios, exponen coloridas fotografías pixeladas de los jóvenes (¡uno de 19 años!, casi todos de entre 30 y 40 años) en su mejor momento, orgullosos de la responsabilidad de ser gatilleros, traficantes, billetudos, héroes irredentos en su casa y de su tiempo, pero sin nada que agregar. Ellos muertos y el velador vivo: ninguno tiene nada que decir, no saben qué podrían decir, no les importa, ni les es dada la palabra.
ALTOS CONTRASTES
Con el sol, la cámara de Almada se separa del nunca exasperante close-up y nunca fuera de lugar insert que asedian a Martín –que se va a descansar de día–, y se convierte en testiga respetuosa de la vibrante vidita de la necrópolis: las bestias silvestres, los albañiles y los visitantes van llegando a reafirmar su vida, a reafirmar el lugar que ocupan como ciudadanos de una nación que les ha declarado la guerra a sus patrones y a sus familias, correspondientemente.
Los albañiles de tezontle son los hombros que sustentan a esa gran ciudad muerta más viva que nunca. Ellos, con su estrechez a cuestas en inserts de cuerpo fragmentario; sin ni siquiera aspirar a tener un mínimo cuarto con baño para vivir hecho tan sólo con el material sobrante con que levantan esos hogares de almas en pena, van, vienen, cortan, mezclan, reptan, casi no hablan... pululan y hacen vibrar al panteón con sus ruidos metódicos e inevitables que, exacerbados por el trabajo del fino sonidista Alejandro de Icaza (también con extraordinario trabajo en Los últimos cristeros de Meyer, 2011), van dando forma al lujo impensado e ilimitado de adornos con que finca su porvenir el narco.
Los visitantes se presentan en dos de sus posibles vertientes: los “eventuales”, que van con el dolor de la inmediatez, el antojo frugal e infantil, los gritos sordos de una madre mexicana (“¡Ay, mis hijos!”), la frescura del concreto de las varias tumbas recién terminadas, y el derroche de arreglos florales en cantidades perturbadoras; y los “fijos”: un misterioso niño gordito en shorts rojos que constantemente se atraviesa en medio del cuadro del velador contemplando sus dominios (un regalito pictórico de Almada), y una señorona (con seductor Audi) de su casa aunque la muerte la separe, una suerte de esclava necrosexual que derrocha cursi amor más allá de la muerte a su esposo caído, y todos los días del hipotético tiempo de la película se presenta (familia –del ausente tan venerado, se entiende– incluída) a hacer asepsia del monumento-casita presentable, muy presentable, en que yace el marido fotografiado con metralleta en mano.
Lo que también da pie a la inesperada y profunda diferencia de clases panteoneras: están los “pobres” gatilleros que se pueden hacer de un espacio recostaditos y agrupaditos a lo largo de una calzada con varias coronas fúnebres que ni caben, que presumen sus lonotas coloridas al extraordinariamente manejado sol de Culiacán, pero que no representan más que una jornada para los albañiles de media cuchara y chalanes; y están los capos que llegan en cuerpo y alma con maquinaria pesada, toda una cuadrilla de maestros albañiles, maestros electricistas y los más avezados y explosivos arreglistas florales y diseñadores de interiores y acabados, para hacerse de un lugarcitote en el que podría considerarse uno de los cementerios más caros de México, siempre en consonancia con la realidad que cobija, fría y calculadora, al espejo de espejos que ofrecen los medios de comunicación.
Y las bestiezuelas que reafirman la vida constantemente: aves saltarinas de sol; perros satisfechos con la poca buena vida que se les da; niños que crecen por ahí, saltando entre las criptas, que juguetean entre fantasmas en medio de la rutina del desastre sexenal a la que se ven sus madres, abuelas, tías y primas arrastradas.
SEXENIO DE LA INSANIA
Así ha sido el calderonismo: loco, pasivo y desgraciado, y todo lo ha envenenado con el tezontle de su mugrero, de su olor a sangre. El presidente diría que gracias a su guerrita monstruosa se mantienen ocupadas muchas almas que trabajan para hacer del panteón un locus amoenus, que él no ve problema en eso, que es el resultado de su brillante estrategia “amenazadora”; el presidente Calderón, hoy Premio ITAM Camino al Universo (ajá), diría otras muchas cosas que justificaran la labor loca, pasiva y desgraciada de Martín, pero la verdad ni tendría la razón, ni vería que este es documental es el mejor informe de su infausta gestión, ni notaría que detrás de esa terrible cotidianidad se asoma cierta belleza edificante que honran esos castillos de varilla en constante desarrollo en el atardecer mortecino de el velador, condenado a guardar aquel tezontle páramo con claroscuro final y despedida en dollyback entreverado por la vereda de escape imposible.
15.11.12