por Praxedis Razo
para Jack Nicholson, amigo espiritual de F.I.L.M.E., que ya tiene 75 añotes
El filme parte del divorcio potencial entre Nader (el muy barbón Peyman Moadi) y Simin (la pelirroja Leida Hatami) que degüella a la familia nuclear islámica, desatando la ira de Alá y con ello toda una serie de situaciones morales que llevan a todos al carajo. Al separarse momentáneamente todo se trastoca y todas las vidas que atraviesa esta pareja son llevadas a su máximo extremo (incluso la muerte).
¡Qué bonito es discutir! Pero mejor y más tierno ¡discutir frente al juez de lo familiar sobre nuestro divorcio para no llegar a nada! Así comienza este hit iraní, después de unos muy discretos y oficináceos créditos iniciales en fotocopiadora insoportable, que hasta hoy llega a nuestras salas mexicanas, no obstante haber sido tan consentida por los gringos (gana Globo de Oro y Óscar en 2012), por los ingleses (gana BAFTA este año también) y por los alemanes (gana tres Osos en la Berlinale 2011), todos estos premios sin precedentes.
Una separación (Farhadi, 2011) es una película en tono hiperrealista. Todo el tiempo nos recuerda los experimentos honestotes de los neorrealistas italianos, pero aquí sin miserias a nivel de producción; antes, se podría decir, todo lo contrario, aunque por supuesto sin llegar a ninguna clase de parafernalia ni actoral siquiera –lo cual se agradece a su hacedor y a la interesante tradición fílmica en Irán, a la que le debemos un nombre indiscutible: el del viejo maestro Abbas Kiarostami–.
Una separación que familiariza con el aire persa actual al desmitificarlo sistemáticamente –si hubiera que (cfr. Scheherezada)– a base de planos medios (ni tan cerca ni tan lejos, ¡ah del glorioso vaso casi vacío casi lleno!) y las paredes de vidrio/mamparas teatrales que todo el tiempo acotan lo que vemos y no debemos ver como espectadores, frente a lo que se nos permite ver pero que los personajes no pueden constatar ni de sí mismos (no perder de vista todo el trazo escénico en la casa de la familia prota agónica, ni mucho menos la apantallante imagen de créditos finales).
Una separación es una lección de cámara hiperactiva y al mismo tiempo absolutamente mesurada (¡!), un fiel acompañante y testigo que no se entromete en nada, que subraya fervorosamente la sugerencia, que recuerda en cada movimiento a Alphaville (Godard, 1965) y en cada supresión a Miss Bala (Naranjo, 2011) a quien esto suscribe.
Farhadi y su fotógrafo Mahmoud Kalari retratan a dos familias de clases sociales en constante tensa complementación, demediadas por la ortodoxia y la lasitud del Corán y por la inevitable relación patrón-empleado. Es en ese endeble equilibrio que se mantienen la película y la sociedad iraní actual, que busca vehementemente que la veamos hermanada con el ritmo vital, progresista y decadente a la vez, de todo el mundo (cfr. Persépolis, Satrapi/Paronnaud, 2007 y Offside, Panahi, 2006), que la veamos desfamiliarizada, diferenciada, desmitificada (de nuevo) con sus Mil y una noches de receta cultural casi etérea.
La película va y viene dentro de los límites del pecado musulmán, que no entiende de inmoderaciones ni medias tintas, pero en cuyo margen anida uno de los dramas legales más importantes de la modernidad: la devaluación de la familia, el proceso deconstructivo de lo que hasta ahora fue el núcleo sobre el que se sustenta nuestra humilde realidad. En menos de una semana en que transcurre la historia hasta antes del valiosísimo epílogo, que está ahí sólo para remover conciencias, la institución sagrada de la familia es puesta en la picota frente al mediador caduco y sobrepasado que es el Estado teocrático pero burocratizado al extremo –casi al mismo y altísimo nivel de nuestro absurdo e intocable constitucionalismo–.
(Dios en realidad es el fichero de ficheros, el sello de los sellos, la firma de visto bueno de las firmas de visto bueno de cualquier escritorio de cualquier delegación política en el mundo ¿no?).
Una separación que familiariza la putridez de la familia aquí y en Teherán, un lindo cuadro de nuevas costumbres donde el pasado (el abuelo de la familia) se queda sin memoria y, en verdad os digo, en la mudez absoluta; el presente estalla en mil pedazos (las familias indecorosamente exhibidas); y el futuro (las niñas que en todo recuerdan El globo blanco, 1995, y, de nuevo, la brillante Persépolis, de los mismos tres realizadores antes citados) es la angustia frustrante, representada por la mirada desconcertada y fascinada de la adolescencia y la infancia, correspondientemente.
23.04.12