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Mirar y ser mirado: Hablar sobre árboles

 

por Julio César Durán

 

Entre 1935 y 1936 Walter Benjamin escribiría algunas palabras (que no se conocerían de manera pública hasta finales de los años 80) sentenciando algunas dimensiones que tiene un sujeto como espectador y/o productor de imágenes en movimiento: “que cualquier persona puede encontrarse en la situación de ser filmada. Pero no sólo se trata de esta posibilidad; todo hombre de hoy tiene derecho a ser filmado”.[1] Aquí ocurre algo importante, se imagina una oportunidad, la de los pueblos mirándose a sí mismos.

Hace casi 100 años, cuando el cine se había popularizado de manera global y se consolidaba la familiaridad de cualquier espectador con la disciplina, se volvió fundamental la idea de los cines nacionales, es decir las identidades culturales que se integran a los escenarios de producción/exhibición de un territorio y a su contexto socio-político. Hablamos de tener la oportunidad de hacer y exhibir películas locales, realizadas con maneras propias, fuera de la hegemonía industrial, que lleguen a un público que desee verse reflejado en pantalla.

Podría sumarse, en diferentes momentos de la historia del cine, el avance tecnológico que ha permitido la comercialización de equipo profesional y semiprofesional de alta calidad y de “bajo costo”, lo que ha permitido realizar filmes con un carácter distinto al de las grandes producciones de una major. Parte de la idea de un cine nacional sería, también, la de filmar y ser filmado, que quizá cualquier persona pueda contar historias y ensayar ideas a través del cine.

En pleno siglo XXI, un grupo de realizadores sudaneses retirados buscan revivir la exhibición cinematográfica pública, mientras son registrados en su travesía por el ojo de Suhaib Gasmelbari en el documental Hablar sobre árboles (Talking About Trees, Francia-Sudán-Alemania-Chad-Catar, 2019). Ibrahim Shaddad, Suleiman Ibrahim, Manar Al Hilo y Altayeb Mahdi, además de conformar el Sudanese Film Group (جماعة الفيلم السوداني), han construido una sólida amistad fruto de la cinefilia, la disidencia y la creación. En conjunto se proponen reactivar una sala y en ese intento nos llevan por un camino que observa las ruinas de lo que fueron grandes cines en Jartum.

En medio de aquellos restos, los cuatro van develando un poco de su historia, de sus viejas películas, de su ilusión por volver a ver un filme en gran pantalla y, al mismo tiempo, revelan detalles de la historia reciente de su país. Vemos, pues, el cine que dejó de ser, los cineastas que se perdieron y una nación dogmática con restricciones para el séptimo arte.

 

Entre melancolía y diversión se desentierra celuloide en cines abandonados o se recrea el final de Sunset Boulevard (Wilder, 1950), pero también se relatan desafortunados encuentros con el aparato militar de los gobiernos pasados. Cuando los protagonistas recuerdan su época como estudiantes de cine en la U.R.S.S. y la Alemania Oriental o sus premios en el extranjero, nos damos cuenta de los agentes externos que les impidieron volver a hacer cine; ellos son los olvidados o ignorados, quienes toman el ojo de Gasmelbari para ponerse en primer plano. Hablar sobre árboles propone una esperanza, la de un cine nacional, de encontrarse una vez más frente a la gran pantalla. Pero también se enfrenta con un pasado que no se puede ignorar y cuyas consecuencias son palpables en un presente gris.

Pierre Sorlin describe el concepto de cine nacional más como una teoría que como una situación de hecho, sin embargo, no duda en entenderlo como una forma de resistencia tanto cultural como civil y una manera de mantener viva la producción fílmica regional.[2] En Sudán se desintegró al cine nacional, se rompieron los mecanismos que podrían construirlo y son los protagonistas del documental de Gasmelbari quienes intentan levantar uno de los pilares que puede sostener aquella idea.

A medio camino de la hazaña, cuando Suleiman y compañía negocian con el propietario de un antiguo cine (el simbólico Revolution Cinema) y se disponen a resucitarlo en una proyección especial “sin patrocinadores, ni discursos, ni funcionarios del gobierno”, ocurre un encuentro fundamental, el de los cineastas con el público.

Cuando los viejos creadores se acercan a jóvenes y adultos que acostumbran jugar futbol frente al Revolution Cinema, se redondea la idea propuesta por Benjamin. Los cineastas olvidados encontrándose con el ciudadano común de Sudán son registrados por la cámara de cine, lanzando pequeñas pistas sobre la muerte de la exhibición cinematográfica del país africano, así como de su dictadura y los dogmas que los rigen.

En esta parte vemos un momento de cotidianidad, además de la romántica propuesta de los viejos protagonistas de exhibir el filme que los posibles espectadores elijan. Entre cinefilia, invitaciones a la reapertura del cine, carteles del Django de Tarantino y los obstáculos que el departamento de Seguridad Nacional impone, nos enfrentamos a una realidad donde se ha negado rotundamente a los sudaneses el derecho a ser filmados, a mirarse en pantalla y a contar sus propias historias.

Los chicos que juegan futbol reconocen el placer del cine en comunidad vs la experiencia en solitario. Desean la exhibición en gran formato que nunca conocieron, sentimiento similar al de los cuatro protagonistas que en todo momento prevén los motivos de censura para una proyección.

Sería ingenuo pensar que, al preguntar qué les gustaría ver en el Revolution Cinema, la respuesta de “una película de acción” no viene filtrada por lo que la dictadura de Omar Al-Bashir (que arrancó en 1989) les ha permitido ver. ¿Por qué no hay cine sudanés? ¿Por qué los complejos cinematográficos se extinguieron? ¿Por qué el poco cine que se ha podido ver (en TV y quizá en piratería) es cine en inglés y de la India?

Desde su independencia como colonia británica, hasta el golpe de estado del 89, en los cines de Sudán se exhibieron filmes de la India, de Egipto, Estados Unidos e Italia.[3] Después el gobierno “suprimió el cine, así como gran parte de la vida cultural pública”.[4] Sería ingenuo pensar, entonces, que a estos jóvenes se les ha permitido descubrir para elegir, sería ingenuo afirmar que han tenido opciones.

¿Acaso a los jóvenes sudaneses se les ha dado la oportunidad de conocer la filmografía de nuestros viejos cineastas/cinéfilos tan bien como la de un cineasta industrial y extranjero como Tarantino?[5] ¿Acaso no hay una estructura que les ha negado la posibilidad de poder filmar y ser filmados? En la conversación mostrada por el documental se afirma que la decisión de acabar con el cine en Sudán no fue administrativa sino política, ¿por qué preferir la entrada de un cine extranjero con las mismas características censurables por encima de la visión local?

Entre los testimonios que Ahmed Saeed recupera para su artículo publicado en Al Jazeera, se menciona la fundación de la State Cinema Authority en 1970 y que, tras su disolución en 1990, los propietarios de los cines no tenían la libertad de exhibir lo que les gustaba. A esto se suma que los siguientes años de guerras civiles convirtieron al cine en un lujo.[6]

Las condiciones materiales para la proyección son un punto nodal tanto en el documental de Gasmelbari como en el intento de sembrar la semilla del cine nacional por parte de sus personajes. Si bien los observamos recorrer las ruinas de los “viejos templos” cinematográficos y conseguir el Cinema Revolution, los pasos que siguen evidencian la calidad de lujo del cine. El mantenimiento de una sala no es barato, tampoco lo es conseguir un proyector de calidad, adquirir una pantalla, sonorizar adecuadamente el espacio y finalmente cubrir los pagos correspondientes por los servicios de energía.

El viacrucis siempre es mitigado por la amistad y colaboración. Sin embargo aquellos medios de proyección son necesarios para que el Sudanese Film Group logre su objetivo. La cinefilia, aparentemente, también está a merced de una condición económica.

De la mano de la esperanza por compartir cine, se revela un punto interesante en esta historia: la diversidad, una serie de posibilidades que se les ha negado a Sudán, a sus cineastas y a sus espectadores. El sistema ha bloqueado “el peligro” de que los sudaneses se miren y sean mirados, de verse reflejados en historias que también los narren a ellos o incluso que ellos puedan narrar sus historias.

¿Por qué desean ver al Django de Tarantino y no otra película? ¿Cómo ocurre que haya una familiaridad con un evento extranjero, de dogmas e idiosincrasia distintas a las que la dictadura promueve?

En estas condiciones, la industria cinematográfica tiene interés en acicatear la participación de las masas mediante representaciones ilusorias y especulaciones dudosas. Para lograr este efecto ha puesto en movimiento un enorme aparato publicitario: ha puesto a su servicio la carrera y la vida amorosa de las estrellas, ha organizado consultas populares, ha convocado concursos de belleza, escribe Benjamin.[7]

Si las imágenes son políticas (daremos por hecho esa idea) ser representado en imágenes también lo es. La imposibilidad de un pueblo para verse, ha sido una decisión y posición política, o al menos así es presentado en Hablar sobre árboles.

El cine, únicamente entendido como mercado, y la hegemonía industrial norteamericana han inundado la exhibición mundial. En apariencia, Hollywood ha logrado evadir al dogma, a las restricciones gubernamentales y a la supresión del cine de Sudán. Con los filmes de acción han podido llegar a las pantallas caseras de los chicos que aparecen a cuadro. La violencia y los temas explícitos que, entendemos desde la distancia como contrarios a la dictadura islámica, pueden rebasar al departamento de Seguridad Nacional. ¿O es que acaso el mercado no ofrece una amenaza para el gobierno en turno? ¿Es una decisión administrativa o política la de permitir filmes norteamericanos de acción? A final de cuentas, a reserva de una respuesta satisfactoria para estas preguntas, el mercado también termina por censurar. Las industrias extranjeras tienen amplitud pero un joven de Sudán no tiene la oportunidad de verse a sí mismo.

Sudán muestra al cine y sus adeptos con un gran desencanto, desde la empresa de los veteranos realizadores que inevitablemente va hacia la nada, hasta las condiciones de un país que misteriosamente reelige a su dictador con más del 90% de votos a favor. Hablar sobre árboles nos toca a todos los espectadores, nos transmite el encanto de una pantalla que posee magia propia al tiempo que narra una amistad que ha sobrevivido persecuciones y golpes de estado. El Sudanese Film Group es reflejo de comunidad, creatividad y disidencia, condiciones prohibidas que impiden a toda una nación observarse a sí misma.

¿Por qué estos cineastas quieren volver a tener cines? ¿Por qué quieren volver al cine público? ¿Por qué quieren volver a ver sus propias películas? El ánimo de compartir continúa. Los cines nacionales y los proyectos de exhibición alternativos o independientes son una posición política. Así se traduce el compañerismo de Ibrahim, Suleiman, Manar y Altayeb.

 

12.05.20

 

[1] Walter Benjamin, 2003. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Ítaca. P. 75

[2] Pierre Sorlin, ¿Existen los cines nacionales? en Secuencias #7 (1997), Universidad Autónoma de Madrid. Pág 33 a 40.

[3] Ahmed Saeed, Sudan: Cinema will rise again en Al Jazeera (https://www.aljazeera.com/news/2016/07/sudan-cinema-rise-160711072600116.html),  20 de agosto de 2016.

[4] Cine de Sudán. Wikipedia, la enciclopedia libre [Consulta: 10 de mayo de 2020]. Disponible en https://es.wikipedia.org/wiki/Cine_de_Sud%C3%A1n#cite_note-13.

[5] En Hablar sobre árboles se mencionan varios premios ganados en el extranjero por sus filmes. La IMDb registra los siguientes: Jagdpartie, 1964; Jamal, 1981; The Rope, 1984; Insan, 1994.

 

[6] Ahmed Saeed, op. cit.

[7] Walter Benjamin, op. cit., página 78.

Julio César Durán


@Jools_Duran
Filósofo, esteta, investigador e intento de cineasta. Después de estudiar filosofía y cine, y vagar de manera "ilegal" por el mundo, decide regresar a México-Tenochtitlan (su ciudad natal), para ofrecer sus servicios en las....ver perfil
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