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Pirotecnia, el poder de las imágenes

por Bianca Ashanti

 

A lo largo de la historia han existido tres grandes revoluciones, todas ellas relacionadas directamente con nuestra forma de comunicar. La más reciente llegó hace más de 200 años de la mano de Nicéphore Niépce, el padre de la fotografía. A partir de ahí la forma en que comprendimos el mundo fue cambiando gradualmente, hasta llegar al momento en el que la imagen en movimiento resulta ser una extensión de nuestra vida, sin la cual nos es imposible existir. 

Vivimos de imágenes, de producirlas y consumirlas, somos devotos a ellas. La existencia propia se afirma a través de la reproducción (personal) que dejamos al mundo. Ésta es justo la premisa de la cual parte Federico Arteaga en Pirotecnia (Colombia, 2019), un largometraje documental narrado en su totalidad con una íntima y filosófica voz en off que no sólo nos guía a lo largo del metraje, también nos cuestiona, nos reta y nos propone una reflexión tan profunda que en ocasiones resulta difícil de seguir. 

Un ensayo documental que se arriesga y se compone de giros insospechados entre la generalidad y la particularidad, cuyo único hilo conductor (en apariencia) es la mirada del narrador omnipresente que nos confirma en todo momento la subjetividad de su discurso, la intimidad desde la cual parte para hablar de una realidad que resulta aplicable y pertinente para cualquier rincón del mundo. 

Inicia con un crudo testimonio. Vemos en primer plano un rostro impávido, apático, que habla desde la lejanía: “Yo era parte del ejército, hasta que me echaron porque había unos cuerpos que teníamos que enterrar y yo se los vendí a otras personas”. A partir de aquí Atehortúa no nos dejará ir, cuestionándonos todo el tiempo qué tan real es lo que vemos en pantalla, ¿es un testimonio o sólo un actor leyendo su guión?

La falsificación de la imagen es el pan de cada día de los políticos, su poder les permite adoctrinar, condicionar y convencer al pueblo de la realidad que resulte más conveniente para sus intereses, no hay forma más sencilla de convencer a la gente sobre lo feliz que se puede ser en la desdicha que a través del cine. La imitación es una forma de sobrevivencia. 

Estas formas tuvieron un tratamiento particular en cada país latinoamericano. Mientras en México fueron utilizadas para construir un sentimiento nacionalista durante la época de posguerra, en Colombia se usaron como una manera para institucionalizar el miedo a la rebelión, satanizar la historia de la guerrilla y proponer una realidad más digerible para la sociedad, donde el papel del militar no se viera cuestionado.

 

Guerrilla

Las únicas reglas que resultan aplicables para la lengua son las del contexto porque es este último el que determina el peso de las palabras. Tal es el caso de guerrilla, una palabra que encuentra sus orígenes etimológicos en una serie de variaciones (germánico werra, alemán wirren, inglés war) con significados concretos, pero que es resignificada por el contexto socio-político de Colombia, convirtiéndose en una manera de describir la historia de América Latina. Un ejemplo sobre el poder que el lenguaje (escrito o visual) tiene para modificar la percepción de la realidad.

A partir de estas aristas, Federico Atehortùa teje una historia de claroscuros que se deslizan peligrosamente por diferentes épocas, geografías y conflictos internos en la historia de su país. Un entramado en donde todo es político porque todo tiene un impacto en cómo se desarrolla la sociedad y sus actores, comenzando por la historia detrás de su fervoroso interés en la guerrilla que surge a partir de la simpatía que tenía su madre hacia los insurgentes.

Así, lo que originalmente sería concebido como un retrato sobre la tradición colombiana de recrear momentos históricos para manipular a la sociedad, se convierte en una historia mucho más trascendental cuando, por cuestiones que nunca son descubiertas, la madre del director pierde o rechaza la capacidad del habla; lo que lleva al joven cineasta a una búsqueda en su historia familiar que le ayude a entender esta realidad, una necesidad catártica por descubrir los demás elementos que configuran su imagen materna ahora que se ha ido su principal medio de comunicación con ella.

 

¿Qué elegimos? 

Y es que todo se trata de comunicar. ¿Cómo lo hacemos y qué perspectiva elegimos? Pirotecnia comunica de diferentes maneras; por un lado mediante fotos, vídeos caseros y recreaciones históricas; por otro, con su voz, un hilo que se enreda entre diferentes realidades y vidas sólo para llevarnos a un punto de coerción narrativa, en donde todo lo que hemos visto durante los 83 min perecen ser condensados en una declaración emotiva del cineasta: “Yo elijo creer en mi madre”. 

De eso trata todo, el poder elegir de manera consciente en qué creemos, aún sabiendo que “las imágenes no son un buen lugar para buscar la verdad”. 

¿Qué somos?, se escucha un par de veces en la íntima voz de nuestro narrador. La pregunta queda abierta, igual que casi todas dentro del largometraje. Si quisiéramos dar una respuesta sencilla diríamos, siguiendo todo lo aprendido, que no somos más que un montón de imágenes elegidas cuidadosamente por los que cuentan la historia. Pero aquí no nos gustan las respuestas sencillas, así que apostemos a más y respondamos a Federico Atehortùa Arteaga como se debe: somos más que imágenes, somos personas en resistencia constante que configuran su vida a partir de decisiones. De palabras que no obedecen normas colonialistas de una academia lejana; la vida en América Latina, comenzando por su insurgencia, existe aún cuando no sea documentada, la lucha de las guerrillas no se compone de encuadres, se compone de rostros y de realidades, de tierra fértil para rebeldes.

O al menos eso es lo que elegimos creer.

 
11.04.20

Bianca Ashanti González Santos


@_arenacaliente

Siempre lloro en las salas de cine y en las tardes de domingo. Militar desde la ternura es lo más radical que he hecho.....ver perfil

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