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Gritos y susurros

por Brianda Pineda Melgarejo
 

Hay que saber crecer calladamente.
Pero revientan ya los brotes.
Hay un rumor secreto de azúcar fermentando,
una dilatación,
un vencimiento,
un estallido de todas las suturas del espacio

Los Himnos del Ciego,
Enriqueta Ochoa

 

Teo Hernández reflexionaba en sus ensayos cinematográficos sobre la cualidad inasible de la vida. Sueño sin film, la vida es lo que continuará escapando de las garras de la representación aún si la esencia de nuestra alma está íntimamente ligada con el lenguaje. Sin embargo, la desgarradura, el abismo entre lo que ya pertenece al territorio de la memoria y lo que es presente desnudo, es universal.

     Gritos y susurros (Viskningar och rop, Ingmar Bergman, 1972) es un buen ejemplo de que la perfección estética sirve para mostrar lo asimétrico de nuestro espíritu envuelto en lo que llamaremos un esplendor onírico. Nos seduce la sutileza de la cámara, su modo de acercarse a los objetos y a los rostros, a las habitaciones y a los cuerpos. La música de Chopin y Bach enfatiza la personalidad dramática y erótica del film.

   La trama es sencilla: tres hermanas se reúnen porque una de ellas, Agnes (Harriet Andersson), está muy enferma. Karin (Ingrid Thulin) y Maria (Liv Ullmann) la cuidan y acompañan. Cada una de ellas se mira en diversos espejos colocados en habitaciones azarosas que los años van ocupando y construyendo en sus mentes. La distorsión es una virtud de la película. El director experimenta elegantemente y los fragmentos que tejen la trama, entre pausa roja y pausa roja, nos muestran la personalidad de cada mujer de un modo sutil y retorcido. El sufrimiento, la carga burguesa de llevar una vida de obligados modales, el fracaso del matrimonio basado en la conveniencia y la insana represión de los deseos, dotan al film de una voluptuosidad que ejerce su fascinación por medio de imágenes narradas por la conciencia de las tres mujeres.

Karin, la hermana mayor, es una interesante y frívola mujer cegada por el odio y atraída en más de una ocasión hacia el suicidio. Maria está perdida en la máscara del optimismo y la inocencia perversa. Agnes está desamparada desde la infancia, frágil y agonizante. Sus mundos interiores, mezclados con las circunstancias exteriores, engendran la fantasía. El cine que piensa dentro del cine y lo hace mediante un ritmo siniestro en armonía, como el latido audible del corazón de un filósofo muerto hace siglos, inquieto y ardiente, es aquél capaz de basar sus movimientos y decisiones en un mecanismo de relojería que nos permite admirar el trance al que somos sometidos por el vacío. Nos asombra el ínfimo silencio que hay entre cada tic-tac del reloj, aquello que no se deja vencer por un sentimiento o forma, La esencia del ser es mutable y las obras de los hombres, por lo tanto, contradictorias. Todo es cuestión de tiempo. Pero el deseo está hecho de una sustancia irracional y anterior a la invención de la prisa y la quietud, nos acompaña del nacimiento a la muerte y más de una vez cincela en la máscara que usamos nuevos gestos que nos hacen dudar de quiénes somos.

Medio rostro en la oscuridad y su otra mitad iluminado. Una pared roja de fondo. La volatilidad del ser, su fiebre ilusoria. Lo que a simple vida no se pronuncia. Si hay un luto representado en la película no es aquél por la muerte de Agnes, sino el luto constante que sentimos ante la muerte y agonía de los deseos, ante lo indecible, la incomprensión y la falta de ternura. Amor y odio. Gritos y susurros. El ser humano sufre ante la imposibilidad de desmontar el escenario y conocerse.

     No hay mesura en la obra. Es absurda, ridícula y delirante. Un laboratorio en el que Ingmar Bergman siguió explotando su amor por el teatro. El rostro dice tanto como el grito, y el silencio tanto como la muerte. La máscara inquieta porque oculta. Es la pantalla y nosotros lo que respira tras ella. Ha vencido el paso del tiempo por ser un homenaje claroscuro a la existencia. Joven y de un aura remota. De un lujo exquisito, como las miniaturas que imitan las formas de vida humanas y que la lente muestra con deleite al espectador. No desperdicia un segundo de la hora y media que dura.

Escribo una divagación, no una crítica. La contemplación será personal y su interpretación individual, o no será. ¿Que si vale la pena ir a la Cineteca a ver la película? Contestaría que es una obra de arte, en toda la extensión del concepto. ¿Provoca desconfianza mi respuesta? Y, de ser así, ¿de quién depende? Recordando a Horacio Quiroga, basta nombrar la experiencia como un acercamiento cinéfilo de amor, locura y muerte. De un horror existencial cautivador. Y lo que es mejor, e inesperado en el cine del director sueco: tiene un final feliz.

 

24.07.18

Brianda Pineda


@brryanda

Xalapa, 1991. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana. Ganadora en dos ocasiones del Premio Nacional al Estudiante Universitario Carlos Fuentes. Ha publicado reseñas y artículos en La Palabra y el Hombre y reseÃ....ver perfil

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