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Rey de Niles Atallah

 

Los renglones torcidos de la Araucanía

por Rodrigo Garay

 

Un reino lejano se dibuja para Orllie-Antoine como un sueño ácido. Delimitado por el cauce del Biobío, vigilado por la luna, es el territorio rebelde de los mapuches que lo espera de noche para coronar sus sienes con diamantina y encomendarle la unificación de las naciones indígenas autónomas. Orllie-Antoine de Tounens, abogado francés vuelto conquistador solitario en la segunda mitad del siglo XIX, posteriormente arrestado y enjuiciado por las autoridades de Chile, es recordado por los libros de Historia como un loco, pero ensanchado en su delirante transformación por el cineasta chileno Niles Atallah en Rey (2017), su segundo largometraje.

Ahí, el reino de la Araucanía se vislumbra entre tres registros fílmicos diferentes, saltando entre los viejos formatos analógicos de 16 y 35 milímetros hasta la prístina lucidez de la fotografía digital, gradualmente contaminada con el desgarramiento psicológico de Orllie y sus grietas y su ruido fetichista, condición aferrada a recuperar los vicios del pasado (cinematográfico) como también lo estaba el juego narrativo de Guy Maddin en El cuarto prohibido (The Forbidden Room, 2015), pero, en este caso, salpicando a un limpio retrato de lo que se supone una realidad histórica con raspones y quemaduras de nitrato, una degradación ya imposible en la modernidad ultra de nuestros tiempos, en donde la Historia es inmediata, multifacética e irreprochable. El falso celuloide de Rey no es otra cosa que nostalgia por la fragilidad ambigua de la crónica de antaño y su distanciamiento romántico de los hechos que, por falta de mejor término, podríamos llamar “palpables”.

La simultaneidad estrepitosa de nuestra visión del mundo en el siglo XXI, plasmado para siempre minuto a minuto, imposibilita las quimeras de los aventureros y anuncia, de alguna manera y en términos apocalípticos (con perdón de usted), la muerte inminente del pensamiento mitológico. Y este rey de la psicodelia responde precisamente ante nuestro cinismo, el cinismo de sus captores, con un despliegue del imaginario visual de las tribus de la Patagonia, distorsionado para adaptarse a las pretensiones teatrales de la película: por ejemplo, las caras gigantes de ojos de sombra eternos, cambiantes en su caprichosa y blanca geometría —cuya fuente verídica está constatada, por cierto, en una secuencia fotográfica de El botón de nácar (Patricio Guzmán, 2015)— que hacen brotar, desde la punta de la más valiente de ellas, la eyaculación volcánica que recibe a su nuevo monarca con si fuera un abrazo montañoso de bienvenida.

De esta manera, el Gran Sabio no sólo ejerce la ley divina sobre sus adoradores, sino que se vuelve un vehículo de la fuerza ecológica de toda la región para defender las verdades mágicas que se olvidaron con la Conquista, confirmándose siempre a sí mismo, como para no dejarse ir, a través de encantamientos verbales que giran sobre su cabeza y que van desintegrando la consistencia de su imagen (“Soy el hijo del agua, soy el pájaro nocturno, soy la serpiente gris que entierra su cabeza en el barro, soy la piel, sin dueño, sin forma…”). La mentalidad del personaje es auditiva, pictórica, simbólica y efusiva, siempre inasible para cualquiera que sea el escribano o el cronista que quiera echarle mano.

Sin embargo, una vez enjaulado por la justicia chilena, Orllie no es más que un reflejo burdo de su grandeza esquizoide. Para rendir cuentas sobre su establecimiento fantástico ante los oídos de los infieles, Rey destierra a sus personajes a la abstracción siniestra del escenario de teatro, la caverna oscura ideal para el interrogatorio minimalista y el circo sin público del proceso judicial. La puesta en escena de Niles Atallah, principalmente en estas secuencias de juicio, abusa de la despersonalización intrigante (y terrorífica, desde luego) de las máscaras: las de los secuestradores anónimos, el Estado de mil cabezas; la de los yaganes y mapuches, razas inhumanas e indescifrables por nunca haber cortado el cordón umbilical que los amarra a la Madre Naturaleza; las de los pajes, caballos de hule nomás porque sí, y la del abogado conquistador mismo, Orllie-Antoine de Tounens, irreconocible ante sus propios ojos sobre el charco de la ciénaga —imagen que, por un instante, supera en elocuencia al momento idéntico de Scorsese en Silencio (Silence, 2016), pero sin alcanzar la identidad superada de San Antonio de Padua que montó João Pedro Rodrigues para concluir El ornitólogo (O Ornitólogo, 2016).

Sepultado bajo capas de papel maché y cintas fotográficas digitalizadas, el francés con el alma en fuga se transforma en un héroe trágico por su obstinación, condenado clínica e históricamente a perder lo que en su pesadilla caleidoscópica de egomanía autosugestionada (que explota abrupta y desesperada al final de la película) seguirá ganando hasta el infinito: ser rey; rey sol, rey estrella: ser rey; rey tierra, rey pájaro: ser rey; rey de ratas, rey de quimeras: ser rey, rey de las cabezas colgantes: ser rey; rey de diamantes, rey de corazones. Ser el rey con las manos de agua.

 

26.06.17

Mr. FILME


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