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Star Wars. Galaxias conflagradas a revisión II

En mayo de 2005, en la víspera del estreno del episodio que más trabajo, se nota, le costó a George Lucas estructurar para que los capítulos centrales (del IV al VI) de la saga no sufrieran tanto las inclemencias del tiempo en que fueron fabricados, el escritor Alejandro Toledo lanzó un dardo envenenado al espectador que se desvive por ver la misma película seis veces... (¿nueve?) y ya se alista para continuar consumiendo un espectáculo que no respeta más que al dinero en sí. Por ello vale la pena volver a leer estos párrafos cargados de indolencia.

 

 

Un tal Lucas

por Alejandro Toledo

 

En los días previos a un estreno cinematográfico tan estrepitoso como el Episodio III, La venganza de los Sith, de la serie de aventuras de La guerra de las galaxias, es risible y desconcertante que viejos periodistas estadounideses conversen en los monitores televisivos con George Lucas dándole el trato de gran creador, y le pregunten sobre su relación con la obra de Sören Kierkegaard, entre otros disparates, cuando si alguna filosofía domina el limitado pensamiento de Lucas es la del dinero.

Las películas de George Lucas (no confundir con el húngaro Gyorgy Lukács, éste sí filósofo y crítico literario) son muestras ostentosas de poder económico, tramposos pastiches melodramáticos construidos con oropel millonario, mundos de supuesta fantasía en donde falta eso precisamente, la fantasía, la cual se suple con costosas inversiones en la técnica cinematográfica para construir sobre todo batallas espectaculares, ya que el sistema nortearmoricano (como le llama James Joyce en el Finnegans) cree que su gloria se define siempre en el combate.

La narradora Ursula Kroeber Le Guin parece tener en mente a George Lucas cuando, en el prólogo a los Cuentos de Terramar (Tales from Earthsea, 2002), apunta que en las últimas décadas las fábricas del capitalismo convirtieron a la fantasía en una industria. Cito:

La fantasía hecha producto no acarrea riesgo alguno: no inventa nada sino que imita y trivializa. Comienza por privar a las viejas historias de su complejidad intelectual y ética, convirtiendo su acción en violencia, a sus actores en muñecos, y a la verdad que revelan en un cliché sentimental. Los héroes blanden sus espadas, sus láseres, sus varitas mágicas, tan mecánicamente como cosechadoras, recogiendo las ganancias. Las elecciones morales profundamente perturbadoras son descafeinadas, transformadas en “encantadoras” y seguras. Las ideas apasionadamente concebidas por los grandes contadores de historias son copiadas, estereotipadas, reducidas a juguetes, moldeadas en plásticos de colores llamativos, anunciadas, vendidas, rotas, tiradas a la basura, reemplazables, intercambiables.

 

Lo que sostiene a estos productores de fantasía, dice Le Guin, es la insuperable imaginación del lector, niño o adulto, que da vida (“cierto tipo de vida, y sólo durante un rato”) incluso a esas cosas muertas. Y tiene ella, no obstante, fe en que esta imaginación cooptada y degradada sobreviva a la explotación comercial y didáctica, como la tierra sobrevive a los imperios: “Los conquistadores pueden dejar un lugar desierto donde había bosques y praderas, pero la lluvia seguirá cayendo, los ríos seguirán fluyendo hasta el mar”. Esto, habría que añadir aquí, a pesar de los George Lucas o Steven Spielbergs que abordan al cine con el mismo ímpetu, la misma virulencia, del que invade Panamá o Irak con armamento sofisticado.

Tales premisas de la narradora explican por qué sus novelas, que han obtenido los más importantes premios tanto en la ciencia-ficción como en la fantasía, no han sido llevadas a la pantalla, aunque es posible que en el futuro Hollywood descubra el mundo de Terramar, por ejemplo, y se filme una saga como la de la Tierra Media, de Tolkien, con Un mago de Terramar (A Wizard of Earthsea, 1968), Las tumbas de Atuan (The Tombs of Atuan, 1971), La costa más lejana (The Farhest Shore, 1973) y Tehanu (Tehanu, The Last Book of Earthsea, 1990), cuando la autora no pueda ya impedir la explotación comercial de su obra.

Pero George Lucas no es Tolkien, ni Ursula K. Le Guin, ni el Kubrick de 2001: odisea del espacio (1968), ni siquiera el Ridley Scott de Blade Runner (1982), como tampoco es Kierkegaard, ni Gyorgy Lukács. No podría ser ninguno de ellos. Se diría, retóricamente, que su ambición mayor es la ambición.

El dinero no lo hace tampoco un gran cineasta. Tener los recursos no implica saber usarlos. En su serie ha realizado algo que parecería arduo por inverosímil: filmar la misma película seis veces, y estrenar cada una como si fuera nueva, con el único ingrediente añadido de una cierta mejora técnica. La de esta semana, previsiblemente, tendrá un duelo con espadas láser entre uno o varios caballeros Jedi contra algún o algunos Siths, mas una gran batalla espacial que se resolverá cuando uno de los héroes penetre en la nave principal enemiga y destruya los controles de mando; habrá al final varias ceremonias, quizá un funeral y también un desfile militar celebratorio. Porque así ha sido en los casos anteriores y porque el público está condicionado para que la regla se cumpla.

Si en los complejos cinematográficos hay indicaciones de cuando las películas son “artísticas”, a las de George Lucas se les debería poner las leyendas de “cine muy comercial” o “cine no de arte”, pero esto nada garantiza porque ni siquiera se trata de filmes atractivos, o lo son sólo en cuanto lo visual (la artesanía de la industria, con tecnologías de punta), mas en lo que respecta al guión funciona a partir de la fórmula probada.

A quienes hagan largas filas para ver esta cinta absurda se les podría aconsejar que lleven un libro de Ursula K. Le Guin a manera de escudo de protección, y lo lean a la espera de entrar a la sala. La Fuerza, así —de la fantasía y la palabra, no del dinero—, en verdad los acompañará.

 

17.12.15

Mr. FILME


@FilmeMagazine
La letra encarnada de la esencia de F.I.L.M.E., y en ocasiones, el capataz del consejo editorial.....ver perfil
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