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Star Wars. Episodio III - La venganza de los sith

El "qué": Principio del fin

por Julio César Durán

 

En 2005 parecía finalizar la ópera posmoderna que aplanó todas las guerras norteamericanas en pos de devolverle la inocencia (o ingenuidad) al público occidental. La tragedia de Anakin Skywalker cerraba su círculo en un filme que condensó la leyenda de un pasado perdido que se narraba en 3 filmes de los años 70 y 80.

Star Wars: Esodio III - La venganza de los Sith mejora el rumbo de las dos predecesoras, si bien el Episodio I y II ponen las bases para la emoción del espectador en esta tercera (en realidad sexta) entrega, es aquí donde se desarolla realmente todo lo que conocíamos del pasado de Obi Wan Kenobi, Darth Vader, Yoda, la República que existía antes del Imperio, etc.

Como se puede apreciar, es todo un universo listo para aprovecharse de manera tan rica, si tomamos en cuenta que se trata de uno de los nuevos mitos fundacionales de Estados Unidos —que sabemos retomó los cuentos de hadas para mezclarlos con el western y quizá por ahí con un toque shakespereano. Pero lo que en realidad ocurrió fue que se le explotó, no el lado narrativo y artístico, sino el mercadológico. Importó más desarrolar tecnología (un sin fin de efectos digitales) en lugar de construir un argumento (la pobreza de los personajes y el arco narrativo general).

Con todo en contra —me refiero a la parte artística, no a la monetaria porque, sabemos, fue un éxito en ventas— la responsabilidad de Lucas fue meter todo lo que no había incluído en los filmes anteriores y recuperar lo que quedaba de cordura a una franquicia que logró unir a varias generaciones. El resultado es una apresurada película de influencia neoclásica, más que de tinte medieval, donde los motivos de los personajes, sus acciones y sus emociones quedan algo acartonadas.

El joven Anakin Skywalker —ahora caballero, ya no padawan ni esclavo del desierto—, quien se perfila para convertirse en el jedi más poderoso de todos los tiempos, es seducido por el lado oscuro a raiz de pesadillas premonitorias, las cuales le auguran que perderá al amor de su vida, Padmé, quien está encinta.

La historia a partir de aquí, como lo advertimos desde el inicio del filme, será un simulacro de tragedia renacentista, donde por supuesto, las decisiones del protagonista lo llevarán a cumplir su sino: mientras más intenta evadir el destino, más se acerca a él. Sin embargo estos protagónicos, Skywalker (Hayden Christensen), Padmé (Natalie Portman), el maestro Windu (Samuel L. Jackson), Bail Organa (Jimmy Smiths) quedan asfixiados por una trama que no nos lleva a muchos lugares salvo porque de antemano conocemos el curso de los acontecimientos: conocemos que el jedi desaparecerá para convertirse en Darth Vader, que la República morirá (adiós democracia) y que el Imperio Galáctico se alzará con un sith a la cabeza (bienvenido fascismo).

El verdadero personaje que cobra relevancia (quizá al lado de Palpatine/Darth Sidious y de los títeres-personaje como Yoda, que en su limitada personalidad, son verosímiles) es sin duda Obi Wan (Ewan McGregor) el único que se enfrenta a dos desdichas, una personal e íntima que va de la mano con una de consecuencias estelares. La primera es la pérdida de su alumno/hijo/hermano, un Anakin en quien depositó su confianza así como sus esperanzas, la otra es la extinción de una cultura que promulga la paz y el conocimiento en el universo entero, a la cual pertenece.

Kenobi "falla" en entrenar e instruir a un joven que aún no conoce sus alcances, por un lado; por otro, la ceguera de todo un consejo de sabios permite que la oscuridad se apodere del arrogante discípulo y con ello el mentor sufre la muerte no sólo de un ser querido, si no de la desaparición de la civilización como él la conoce y la entiende.

Es el maestro jedi quien soporta, a la vez que da profundidad, a una historia caricaturizada y se revela como no un coprotagonista más, sino como la figura que presenta un arco dramático completo en esta trilogía, si bien no de manera completa en Episodio III, por lo menos sí a lo largo de los tres actos de estas precuelas.

Tal vez la única promesa cumplida, la más manipuladora, la más efectista y a la que se le da más tiempo en pantalla es que Skywalker fue traicionado y asesinado por un "joven jedi" (antes no sabíamos de los siths) llamado Darth Vader. Y no. Definitivamente no es lo que imaginábamos cuando el viejo Ben Kenobi habla de "las guerras clon", ni cuando habla de que Anakin era un gran piloto, o cuando Yoda menciona que "las guerras a nadie engrandecen", pero sí es lo mejor que la era digital y la cultura del pastiche le pudieron dar a una generación que nunca vio en pantalla grande la trilogía original. A final de cuentas, el final es apenas la introducción para La guerra de las galaxias.

 

 

El "cómo": La fe angélica

por Daniel González Dueñas

 

La matoría de los filmes hollywoodenses, aun sin saberlo —o sin quererlo saber—, parten de un lema tajante: “imaginar es mentir”. El realismo de Kramer vs Kramer (Benton, 1979) no difiere esencialmente del de Amadeus (Forman, 1984) o del de La guerra de las galaxias: Episodio III - La venganza de los Sith (Lucas, 2005): un lenguaje básico asume diversos ramales pero no hace más que afirmar el tronco inamovible. Necesitadas de “verosimilitud”, esas tres cintas contemplan el pasado, el presente o el futuro a partir de una mirada única: muestran idénticos matices, inflexiones, giros, sonrisas, lágrimas, peripecia y catarsis; idénticas capacidades de asombro, conmoción o apertura; idéntica actitud ante lo sublime, lo grotesco, lo desconocido (al margen de sus intenciones o ahondamientos aparentes). Los resortes míticos o históricos coinciden —decaen— en el realismo cotidiano (más allá de las lujosas vestiduras o las desorbitantes escenografías): los personajes jamás viajan verdaderamente lejos porque toda odisea ha sido preestablecida a través de rígidos decálogos. En esas muy duras tablas de la ley, la experimentación queda reducida al prestigiado descubrimiento de variantes y nuevas combinaciones de un puñado de reglas “universales” —que deben su “universalidad” a que son únicas formas de representar que el espectador reconoce luego de una larga convivencia con la pantalla hollywoodense.

Mozart (Tom Hulce) y Obi-Wan Kenobi (Ewan McGregor) serán los vehículos para demostrar que el genio —aquél en Amadeus— o la sabiduría —éste en La guerra de las galaxias— son previsibles rupturas que no hacen sino afirmar la solidez de lo “normal” — el tramposo resultado de promedios preestablecidos. Los dos polos se verán justificados en Kramer-padre (Dustin Hoffman) para probar que toda odisea que el individuo necesita —toda aventura, todo desafío de conciencia— radica entre las cuatro paredes de su hogar, a su vez contiguo a otro no menos rico en “hondura humana” y éste hombro a hombro con otros muchos hogares, cada uno célula de un refulgente organismo (la Familia) para el cual la realidad no guarda secretos y donde todo reto solventa (conquista) una nueva parcela de ese mundo conocido, sin grietas, sin “supersticiones”.

El deseo de representar equivale a abrir un umbral: Hollywood parece satisfacer tal deseo, pero en realidad encadena al artista en ese punto impidiéndole trasponer el umbral en pos de los otros deseos. A quien logra liberarse tras un esfuerzo sobrehumano, le espera hablar en el desierto (un tanto hablará con palabras-ruptura imprevisibles, es decir, ilusorias, ajenas a la sabiduría y aún más al genio). A fuerza de ataduras, hace mucho que ha dejado de representarse lo real: se representa la representación de la representación. Lo que aparece en pantalla es una fachada que da a otras fachadas: las conquistadoras convenciones que demandan sustituir a la realidad. La “fábrica de sueños” ha creado al realismo como fábrica de realidades.

La teoría teatral conoce un fenómeno básico: el realismo es el más complejo de los estilos dramáticos. Es por completo improcedente suponer que a un actor debería bastarle “prolongarse” en el escenario, es decir, utilizar en la práctica de su oficio todo el enorme cúmulo de los recursos cotidianos de que dispone como personas, emociones, modos de reaccionar, posturas, tics… En cuanto la vida es enmarcada con telones, escenografía o luces (e incluso con el puro acto de “representar”), parece perderse el “ángel espontáneo” y no sólo porque el actor repite mil veces su papel. Para volver a lo real, para estar de regreso en las cosas, para crear un realismo cotidiano, se requiere una ardua técnica que esté de regreso en sí misma luego de haberse confrontado con todas las demás, lo que de un modo muy específico implica inventarlas. (De ahí que resulte aberrante concebir al realismo como “la más sencilla e inmediata” de las maneras de representar: pocos géneros tan abigarrados como el “melodrama realista” y sus codificaciones.) Si a esto se aúna el contexto cinematrográfico, cima de lo superestructural, el resultado es un híbrido confuso, deformación pura, múltiple exigencia de una total redefinición.

Desde su nacimiento, el cine dependió en demasía del realismo teatral; sin embargo, ya en sus primeros tiempos aparecen textos críticos que demuestran una clara concepción de la “especificidad” del fenómeno cinematográfico. Estos primeros asomos son, por supuesto, escasos: la pantalla obtiene el repudio de los “sectores cultos”, que no suelen considerarla objetivamente sino como un sucedáneo del teatro. Por su parte, los psicólogos de la época concluyen que el cine es un arte pasivo, a partir de la premisa “No se puede imaginar lo que se percibe”. Ello significa que la capacidad imaginativa del espectador resulta incapaz de ejercitarse ante imágenes dadas, no “propuestas” como en la literatura. Ésta “propone” imágenes; el cine las “impone”: el teatro se salvaría por lo que tiene de literatura.

En su Historia del cine experimental (1974), Jean Mitry señala la miopía de esos psicólogos, incapaces de advertir que si no se imagina lo que se percibe, “se puede al menos imaginar, descifrar y comprender por medio de lo que se percibe; por medio, sobre todo, de las relaciones entre las cosas percibidas”. Resulta curioso notar cómo para los “especialistas” arcaicos el concepto de inconsciente estuvo ligado al cine desde sus inicios: un arte supuestamente realista y pasivo. Pero más inquietante resulta el hecho de que el espectador norteamericano de esa época no comprenda los alcances de un lenguaje que acaso le estaba dibujando un rostro. Lo singular es que, a la vuelta de los años, las estrategias hollywoodenses (y sus modernos especialistas) hayan conseguido hacer real la impugnación: colocar al realismo en el sitio que se le reprochaba, un método pasivo. Porque, muy arraigada a las películas cuyo realismo nos sacude con la eficacia proverbial de los grandes estudios de la “Meca del Cine” la primera impugnación hecha al fenómeno fílmico se ha convertido en realidad.

“No se puede imaginar lo que se percibe” significa en el fondo equiparar la credibilidad a la ausencia de imaginación en el espectador (cree porque no imagina): si el cine “de por sí” es realista –reproduce lo inmediato con mayor eficacia que otros modos de arte–, lo real queda tasado como algo que se percibe —es decir, en los términos de la estrategia, algo que se presencia pasivamente, que se especta— y no algo que se imagina —participando en ello activamente: algo en lo que se actúa. Así, la imaginación se reduce a una variante de la fuga. Hollywood hace ver para creer: las “evidencias” son tan convincentes que contienen la propia fe que las hace reales. Ya que imaginar es lo opuesto a creer, en el momento en que se practique lo primero —a partir de lo percibido— comenzará un alejamiento de lo real, una falsificación imperdonable y en todo caso “impráctica”. El cine imaginativo, experimental (el cine), deviene “imaginario”. La audacia de esta jugarreta consiste en que no se proscribe a la imaginación: hacerlo directamente sería reconocerle un valor real; sería también darle los irresistibles atributos de lo prohibido. Lo imaginativo estorba a la fe: por ello el estratega consuma su brillante maniobra: retira a la imaginación toda injerencia en la realidad.

 

15.12.15

Mr. FILME


@FilmeMagazine
La letra encarnada de la esencia de F.I.L.M.E., y en ocasiones, el capataz del consejo editorial.....ver perfil
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