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Ser Ambulante 10 años

por Praxedis Razo

 

Un panorama mínimo pero gustoso en retrospectiva

El festival de cine documental Ambulante, que nació en una borrachera, a decir de sus organizadores, Gael García y Diego Luna (consolidada mancuerna desde Y tu mamá también, Alfonso Cuarón, 2001), hoy, después de 10 años, ha dejado una afortunada –si las hay– resaca entre sus fieles espectadores, y los paseantes del cine comercial.

Unos y otros se han embebido, en el peor de los casos sin darse cuenta, de lo mejor de un género fílmico que podría haber pasado desapercibido en la vida de cualquier cinéfilo “clásico”: aquél que se ha tirado a contemplar todo Jodorowsky, o todo Welles, sin saber que de ellos se han construido grandes documentales a propósito, o despropósito, de su obra.

Todo comenzó con El trópico de cáncer, ópera prima de Eugenio Polgovsky, que buscaba una ruta de exhibición de su documental rulfiano sobre la vida en el desierto de San Luis Potosí, en 2004. Volteando a su alrededor, queriendo ayudarlo Gael y Diego, notaron que el filme de Polgovsky era un síntoma, que como éste había varios productos documentales de calidad buscando comercializarse frente a una taquilla que los ignoraba del todo.

La presencia internacional que iban ganando poco a poco los actores ayudó para impulsar la idea. Así se armó un primer “ciclo” de películas que fuera visitando varias salas de cine, pues no había más que una o dos copias de cada documental. La cadena Cinépolis apoyaría con la infraestructura y el Festival Internacional de Cine de Morelia conduciría su lanzamiento.

El festival se llamó como su cualidad, ambulante. Y nació con tal ímpetu, que capturó a un público muy exigente. En su primera edición estrenaba por igual primeros trabajos de cineastas mexicanos, como el exquisito réquiem que es La canción del pulque, de Everardo González, que un nuevo paradigma del género documerntal, El hombre oso (Gizzly man), un filmensayo manufacturado por un perserverante realizador proveniente del Nuevo Cine Alemán, Werner Herzog, que vería en esta película suya un renacer a la luz pública.

Apenas juntaron 19 trabajos, la mayoría locales. Sin embargo, del caracter de la selección no hubo lugar a dudas. Fueron todos documentales que, más o menos en el límite de la crisis genérica del documental, exponían problemáticas culturales bien definidas por la clase social.

Con distinta tesitura, unos daban reveses angustiantes, como la producción canadiense europea La pesadilla de Darwin, de Hubert Sauper, que iba en el camino de la denuncia creativa, del despertar de las conciencias antirusas; y otras, como Voces de la Guerrero, de Diego Rivera, Adrián Arce, Antonio Zirión y varios chavos de la calle seguían las máximas documentalistas de Jean Rouch en Yo, un negro (1958), con variaciones antropológicas inéditas: era el resultado de un taller de video impartido a chavos violentos y violentados que habitaban en las calles de la colonia Guerrero.

Con esa dura definición de su perfil se dio a conocer un festival que llegaba a un México tentado por las nuevas inquietudes que imponía la alternancia en el poder. Vicente Fox llegaba, a tontas y a locas, al final de su sexenio, la Cineteca Nacional se caía a pedazos, las multisalas de cine se hallaban en un callejón sin salida del Tratado de Libre Comercio, los formatos de producción y de muestra cinematográficas comenzaban a mutar con menos reservas que a principios del siglo XXI.

Ya en 2013, en pleno estallamiento del documental (Jorge Ayala Blanco dixit), el mismo festival Ambulante estrenó el primer largometraje producido completamente con un teléfono celular, ¿Qué es esta película llamada amor?, de Mark Cousins, un poético y a la vez descarnado autorretrato del realizador, prisionero de la Ciudad de México por tres días, que revolucionaría la manera de levantar un proyecto en el cine.

No es gratuito que en menos de cinco años, su programación se triplicara, ni que, en 2007, para la tercera edición del festival, ya hubiera varias secciones donde clasificar los documentales:

“Injerto” para los saltos más experimentales del género: se presentó la infinita película Americanizado hasta la muerte (Star spangled to death), de Ken Jacobs, que a lo largo de 440 minutos ponía en ridículo a su cultura de consumo totalitario y destructivo.

“Dictators cut”, para un tipo de documentales incómodos para la política exterior de un país: se estrenó Sala de control, donde la egipcia norteamericana Jehane Noujaim ponía en la picota a los medios de comunicación frente a la intervención estadounidense en Irak. Y la “Sección oficial”, que presenta piezas premiadas en otros festivales, documentales relevantes que siguen sin encontrar puertas abiertas en cualquier multisala del mundo.

Con la premisa de que ver un documental es casi andar armado, aunque sea de argumentos y experiencias, Ambulante atravesó el accidentado sexenio de Felipe Calderón, el sexenio del bicentenario, los días de fuego que tan bien se vieron retratados en la gran pantalla, pues el mandatario militarista también es un cinéfilo empedernido que rescató de las cenizas a la Cineteca, que coló a Gabriel Figueroa al Palacio de Bellas Artes y que reinventó posibilidades para apoyar al arte cinematográfico a nivel fiscal.

En 2012, para la séptima edición del festival, lo más cruento del calderonismo llegaba a Ambulante: por un lado, Cuates de Australia, de Everardo González (una presencia flagrante de este festival), retrataba a los más pobres de los pobres, poniendo en evidencia la fallida y unívoca política de “combate” frente a una realidad apabullante que clama por ser reconocida en las gritas de la tierra, en las carnes putrefactas de un ganado al que le estallan las entrañas carcomidas por el hambre; por el otro, presentándonos Natalia Almada la cotidianidad de El velador del panteón más caro de aquel sexenio (Jardines de Humaya, en Culiacán, Sinaloa), traslucía, sutil, el patetismo que dominaba todas las esferas gubernamentales y exponía una alegoría del triunfo de la muerte en la vida mexicana de entonces.

Así, siempre en tenor crítico, año con año Ambulante se robustecía, se diversificaría en una nueva categoría de documental, hasta llegar a 10, que incluyen ya hoy una retrospectiva a algún documentalista, programas infantiles, sección musical, antropológica y un sinfín de actividades de extensión cultural “imperdibles”, coherente con el nombre de dicho segmento del festival.

El ánimo de Ambulante ha logrado permear espacios cinematográficos. La más reciente edición, la décima, tan sólo en la Ciudad de México tuvo cuatro circuitos de exhibición por todo lo ancho del territorio del Distrito Federal, con más de 30 salas de cine a la disposición de la agenda del festival. Todas las universidades públicas y algunas privadas de la Ciudad han abierto sus puertas a este festival. Salas y cineclubes pequeños, sin ánimo de lucro preponderante, de igual modo (museos, como el de Memoria y Tolerancia, o en Planetario de Universum, han sido sedes).

Pero también los espacios públicos han sido transformados en inmensas salas de cine. Y rincones donde, en medio del caos urbano, no se reconocería la contemplación de cine como uno de sus valores espaciales, de pronto han sido el sitial perfecto para la comunión del mensaje de la pantalla (la Plaza San Fernando, en la colonia Guerrero; el Anfiteatro de la Villa Olímpica, en Copilco, entre otros espacios a la intemperie).

Como se puede ir calculando, Ambulante es, pues, una cita ineludible en el año cinematográfico. Durante un par de semanas mucha gente va con su programa de mano del festival como si se tratara de una brújula, por las 11 capitales de los estados que hoy por hoy reciben la gira de documentales. Allá van estudiantes, jubilados, familias enteras, parejitas buscando lugares, agendando títulos, entregándose al placer de vivir el género “verídico” por definición, cual si se tratara del blockbuster más esperado del verano.

 

Los documentales y los espectadores

Claro que existe un antes de Ambulante. Una era de oscurantismo para el documental en la taquilla. Un mundo en el que si la Cineteca o los cineclubes universitarios no programaban algún incierto ciclo de documentales que era un logro en sí conseguirlos y luego que se vieran decentes, no había forma de llegar a este género fácilmente. Un tiempo, en fin, en el que ese tipo de películas las programaban solamente en la televisión pública.

Afortunados. Hoy vivimos bajo el yugo de festivales como éste. Que nos ha educado con mano dura (pues la vida es corta y ahí va uno volando, para llegar a una butaca), y nos permite, en medio de sus variantes de subcategorías, perdernos en sus tramas y salir librados, es decir enterados, pensativos. Que nos ha alcanzado obras imposibles para revisarlas con la certeza de quien sabe que no errará en el ejercicio, como la retrospectiva de Trinh T. Minh-Ha, célebre documentalista vietnamita, o la muy amplia de Chris Marker (que incluyó un libro memorable), en 2013, poco después de que su muerte sacudiera los círculos intelectuales del cine.

No hay duda de que si hoy se ven documentales en nuestro país más que nunca, y a pesar de nuestra auténtica vocación lacrimosa para el melodrama desbocado, es debido a cómo Ambulante nos ha ido (de) formando hacia una cultura cinéfila más vasta, inconmensurable.

Ambulante, además, logró su cometido inicial. Es responsable del fujo de documentales en las salas de nuestro país –no de las ganancias que siguen siendo exiguas para este tipo de cinematografía–, en las cabeceras de las colecciones personales, pues sí ha sido escaparate, pero también un umbral que nos ha hecho andar un sendero, sin él complicado atravesar con tanta responsabildad.

Que en este festival documental ya se haya presentado el binomio de la perversidad humana, según Joshua Oppenheimer (El acto de matar, 2012; La mirada del silencio, 2014, dos caras de la misma moneda indonesia), habla, obviamente, de la madurez que ha adquirido con el tiempo el género, pero sin duda algo bueno nos arroja este dato en torno al habitante de la butaca: el crecimiento y la expectativa extravagantes han corrido al parejo.

El triunfo, la difusión de verdades como las que se presentan en esos documentales de una crudeza absolutamente triste son, pareciera, el síntoma (por el cual se originó este festival) que se convirtió en la cura, la cruda placentera –sí, las hay– que embriaga aún más de felicidad.

Ambulante, la llave a la edad del documentalismo.

 

04.05.15

(Este texto se publicó previamente en la revista Tierra Adentro, número 202, abril 2015.)

Praxedis Razo


Un no le aunque sin hay te voy ni otros textículos que valgan. Este hombre gato quiere escribir de cine sin parar, a sabiendas de que un día llegará a su fin... es lo que más le duele: no revisar todas las películas que querría. Y también es plomero de avanzada. Mayores informes y ofertas al 5522476333. ....ver perfil
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