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Muestra 58. Amar, beber y cantar

 

 

por Gustavo Cruz

La última película que hizo Alain Resnais antes de morir va sobre una muerte. La de un tal George. Sobre el anuncio de su inminencia, y la manera en que esto modifica las dinámicas y afectos de tres parejas cercanas a él. Se reviven viejos amoríos, mientras los actuales son puestos en crisis. Quien quiera ver en el cine solo las historias que nos cuenta, pasará un rato agradable. La cinta, en este nivel básico, es divertida: una tragicomedia clasemediera europea un tanto banal, pero de un humor adulto. No faltará quien haga una comparación con Woody Allen. La única diferencia, se podría decir, es la curiosa atmósfera del film. Los decorados y las actuaciones recuerdan una puesta en escena teatral. Y esto sucede porque, de hecho, lo son. Es esta teatralidad el gran logro de Amar, beber y cantar.

Primero, hay que dejar claro que, en efecto, la cinta es la adaptación de una pieza teatral de Alan Ayckbourn. Pero la operación de Resnais va más allá de simplemente tomar del escenario un argumento para reubicarlo en el celuloide (Dolan), o de refugiarse en la supuesta artisticidad de Broadway para escapar de la farándula hollywoodense (Iñárritu). Resnais juega deliciosamente con las transacciones que se ve obligado a hacer entre estos dos modos de representación. Lo hace tan bien, sacando ventaja de los cruces entre lo teatral y lo cinematográfico en lugar de intentar ocultarlos o suprimirlos, que por momentos uno puede desentenderse de la trama en pantalla, para prestar atención únicamente a las estrategias formales con las que Resnais construye el relato. Sobre todo en lo referente a la espacialidad. Estamos ya lejos de los complicados experimentos con la temporalidad que fueron Hiroshima, mon amour (1959) y L'année dernière à Marienbad (1961).

 La película se divide en actos, tres y un epílogo. En eso no hay mayor complicación. Pero la construcción espacial es trabajada de otra manera. Después de los créditos iniciales, se nos presenta un mapa de Inglaterra, seguido por imágenes varias de señalamientos de bienvenida a diversos pueblos de la campiña británica. Después, las calles de uno de estos poblados. Hasta aquí no hay nada fuera de la norma, pero esta insistencia en la ubicación geográfica de la acción da pie a un elemento constante en toda la cinta, una notoria artificialidad. A pesar de que también el diseño de arte pone el acento en que los acontecimientos tienen lugar en el Reino Unido —los impresos que aparecen están en inglés, el vestuario es típicamente británico e, incluso, podemos ver que los personajes beben cerveza Fuller del tipo London Pride—, los diálogos, sin embargo, están en francés y los actores son todos galos. La renuncia a una aspiración de realismo es más violenta con los planos generales con los que presenta cada una de las secuencias. En lugar de usar tomas abiertas del lugar, Resnais opta por utilizar ilustraciones de las casas en las que se llevará a cabo la acción (toda la película utiliza como escenario los jardines de las viviendas de los personajes, solo en el tercer acto, cuando tienen lugar los conflictos más íntimos, la cámara entra al interior de los hogares). En esta cinta no hay rastro alguno de naturalismo, la puesta en escena es opaca y, si se quiere, obscena.

            Muchas veces se ha argumentado que la teatralidad es un obstáculo para que el cine pueda hacer un uso pleno de sus recursos. Esta fue la advertencia de los maestros del cine silente ante el advenimiento del sonido, y Bresson en sus aforismos insiste de manera constante en este punto, que lo llevó a renunciar a todo rastro de actuación profesional en su trabajo. Pero sería ingenuo pensar que una figura como Alain Resnais era ignorante de esta controversia. Además, el haber recurrido a lo teatral no devino en anulación de lo cinematográfico. Por ejemplo, las elipsis que dividen las secuencias son travellings en carreteras rurales. Transiciones espaciales como estas no tienen nada de teatrales, como tampoco los close-ups en los que los rostros de los actores son mostrados contra un fondo que no se corresponde con el espacio en el que acontece la acción, poniendo en su lugar una retícula de líneas negras sobre un fondo blanco. Estos encuadres son utilizados cuando las líneas de los personajes cobran un matiz más introspectivo. En resumen, no se está filmando una obra de teatro, se está haciendo un película.

            Llegados a este punto, se puede argumentar que la apelación al teatro obedece a un nivel mayor, del orden de la experiencia y su representación. Y esto puede hacerse si se presta suficiente atención a los diálogos. Mónica, uno de los personajes, haciendo el recuento de su fallido matrimonio con George, utiliza una metáfora interesante. Acusa a su exmarido de haberse querido comportar siempre como si el daño que se hacían el uno al otro después de cada riña pudiera ser olvidado, suponiendo que la relación podía seguir adelante como si nada hubiera pasado. "La vida no es un reproductor de DVD, en el que puedes regresar al momento anterior fácilmente", dice afligida. Quizás podamos ampliar el alcance de esta comparación, e intentar buscar qué modelo de representación podría parecerse más a esto que llamamos vida. Primero sería necesaria una observación. Esta comparación solo puede funcionar si se toma en cuenta la experiencia activa del actor, en la vida no hay espectadores. En el cine, como consecuencia del dispositivo del montaje, los errores y traspiés actorales pueden ser corregidos, repetidos hasta volverse satisfactorios. La actuación es fragmentaria. En esto hay cierta relación con el modelo del reproductor de DVD con el que Mónica compara las pretensiones de George. La actuación teatral parece ser el opuesto a este modelo. Durante una puesta en escena sobre el escenario, no hay marcha atrás. Los errores en el desempeño no pueden ser enmendados, debe trabajarse sobre ellos. ¿No es acaso así la experiencia que tenemos de las consecuencias de todos los actos que llevamos a cabo mientras vivimos? En el escenario de lo cotidiano tampoco hay marcha atrás. 

Esta lectura puede parecer exagerada e injustificada, principalmente si solo se sustenta en una breve línea en los diálogos. Es por eso que se debe llamar la atención sobre una estrategia que cifra la cinta en general y que puede justificar esta interpretación.

Durante toda la película, muchos de los personajes colaboran en el montaje de una obra teatral amateur. Incluido el propio George, a quien invitan a participar a partir del anuncio de la cercanía de su muerte. Sin embargo, ni la obra ni los ensayos se muestran nunca en pantalla. En su lugar, es la cotidianidad de los personajes y los conflictos que en ella se generan los que son  investidos con la estética escenográfica del teatro. Hay en un momento en el que, mientras repasan sus líneas al momento de desayunar, una de las parejas involucradas discute porque el marido no sabe si siguen ejercitando su recuerdo de los diálogos o están teniendo una pelea real. Esta identificación entre el teatro y la experiencia vital nos puede ayudar a explicar el porqué Resnais, cineasta, nos entregó una cinta disfrazada de teatro. Su afiliación está clara, por eso Simeon, después de ver la obra que montarán sus conocidos dice sin tapujos "prefiero el cine."  Amar, beber y cantar no es una apología del teatro, sino una fructífera solución formal a los conflictos que el pasaje de un modo de representación a otro implica. Una adaptación que obedece a una reflexión de mayores alcances. Pero esto ya no concierne a la pregunta de por qué Resnais se interesa por adaptar una pieza teatral, sino de por qué decide adaptar esta pieza en específico.

 Hay, además de la obra que preparan los personajes, otro elemento central de la película que tampoco entra a cuadro. George, cuya enfermedad terminal es la piedra angular de la trama, aparece solo al final de la cinta, como un ataúd. Esta ausencia tan protagónica, de corte completamente argumental, es la que hace más evidente que el tema central del film es la vida, "esa cosa tan de siempre y tan conocida" (Borges). Entonces, Amar, beber y cantar es una película que habla sobre el vivir a través de la conciencia de la muerte. Al final, no va únicamente sobre una muerte, sino sobre la muerte, y sobre cómo este vacío absoluto y necesario influye en nuestra experiencia y conciencia de su aparente opuesto, la vida. Por eso los tres verbos que componen el título son actividades por las que, según todo lugar común, hacen que valga la pena vivirla. El título festeja la vida pero en la trama está siempre presente la muerte. Durante toda la cinta, se habla sobre George, pero hablar de él ya no es posible sin tomar en cuenta su inminente fallecimiento, conocimiento que dirige el actuar de los personajes, sus resoluciones prácticas así como sus resignaciones. Al fin y al cabo, vida y muerte son indisociables, la una contiene a la otra de manera irremediable. Se definen mutuamente. He de evitar aquí tomar senderos heideggerianos para sostener esta visión, y así liberar al lector de sus oscuros tecnicismos. En su lugar, tomo otro verso de la milonga de Borges ya citada, que resume cabalmente este planteamiento: "morir es haber nacido."

 

12.04.15

Mr. FILME


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La letra encarnada de la esencia de F.I.L.M.E., y en ocasiones, el capataz del consejo editorial.....ver perfil
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