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Medianoche en París

por Rodrigo Martínez

Mientras Gil Pender (Owen Wilson obligado a ser Woody Allen) y su prometida Inés (Rachel McAdams) visitan París, el muchacho expresa que quiere dejar su trabajo como guionista de cine para mudarse a la Ciudad Luz e iniciar una carrera como escritor de novelas. Esta confesión, y la llegada de una pareja conformada por un profesor sabelotodo (Michael Sheen) y una profesional exitosa, provocan un distanciamiento entre los prometidos. Ella visita museos y salones de baile con sus colegas intelectuales; él prefiere pasar la noche a solas. Las diferencias se tornan más profundas una medianoche de extravío, cuando Gil encuentra la manera de trasladarse a la época que añora: la década de 1920.

Si bien es cierto que la trama de Medianoche en París (2011) explota la noción existencial de la nostalgia, el filme número cuarenta y uno de Woody Allen tiene un repertorio temático mucho más extenso, pero subordinado a un imaginario que incursiona en atmósferas paralelas colmadas de vivacidad visual y todo tipo de evocaciones (desde el Giverny de Claude Monet, hasta David Hockney recontextualizado). Trazada con la fórmula inconfundible de la comedia, la anécdota de Gil Pender queda bajo la idea del propio director, en la que el cine ofrece la oportunidad de crear el pasado tal y como el realizador desea verlo (Scott Foundas, LA Weekly, mayo 2010).

Allen filmó el París que pudo imaginar. A decir suyo, vio el pasado y el presente de la ciudad inspirado en el bagaje que le dio Hollywood cuando comenzó a descubrirla en salas de cine. En la filmación de Medianoche en París acudió a la luz, el espacio y el decorado, para crear la apariencia más oportuna de los distintos entornos temporales. Todo para sugerir que la identidad de un artista, como la trascendencia de casi cualquier persona, puede originarse en un apego sólido y coherente a la imaginación.

La cinta aprovecha todas las posibilidades de la puesta en escena: una cámara sosegada establece la relación de oposiciones entre el medio utilitario de la familia de Inés y el universo sensible de Gil. El diálogo entre esas dos realidades, claramente definidas por escenarios diurnos y decorados nocturnos, da forma después a una serie de entrecruzamientos entre los dos ambientes; así, la nostalgia del joven escritor da un punto de vista definitivo para el espectador.

Woody Allen anticipa desde el prólogo, la inmersión cinematográfica que conformará al resto de la película: dos universos confrontados, pero también complementarios, que remiten al día y a la noche del mismo modo que el presente lo hace con el pasado. Par de imaginarios, avivados con la banda sonora y los gestos de la puesta en escena, que sirven al director para plasmar la afinidad hacia la imaginación como el camino más oportuno para superar un entorno ramplón.
La secuencia inicial rememora la apología de imágenes en movimiento con que comenzara Manhattan (1979) con la “Rapsodia en azul” de George Gershwin. El montaje parisino crea un halo de intimidad y de sugestión semejante al de su antecesor. Pero ahora la mirada iniciática sirve para dibujar oposiciones entre el presente y el pasado.


En El alma romántica y el sueño, Albert Bèguin estableció que todas las épocas del pensamiento humano podían definirse por la relación que establecen entre el sueño y la vigilia. Pensaba que la certeza de que era posible vivir en realidades paralelas mezcladas siempre había causado admiración. Si bien el ensayista quiso hallar la esencia del romanticismo, en esta reflexión concluyó que reconocer la ensoñación y su papel en el arte, podía constituir uno de los instrumentos más firmes de conocimiento. Los sueños resultaban así un medio para distinguir lo que se es de lo que no se es. En Medianoche en París subyace un influjo romántico similar: “usted habita en dos mundos, no veo nada de raro”, dice Man Ray a Gil. La anécdota se revela como un régimen de vida caracterizado por inconformidades y discusiones. Cada vez que el escritor vuelve de un tránsito al pasado, discute con Inés, siempre en la habitación del hotel, ya a solas o con la familia. La monotonía de esta existencia enajenante aleja cada vez más al joven de su anhelo y de sus ensoñaciones cuando él no es más que un espíritu romántico. Un sujeto que aspira a encontrar una voz como escritor y un entorno apropiado para desarrollar sus afinidades e inspiraciones.

Durante un diálogo en Versalles, el profesor sabelotodo interpreta la nostalgia de Gil como un mecanismo de negación del presente. Esta falacia queda al descubierto cuando las peripecias del extraviado le permiten reconocer que no está inconforme con su tiempo, sino que vive un estado de indefinición como artista. Tiempo después, la mentora de su realidad mágica, la nunca imaginaria Gertrude Stein, afirmará que el papel del escritor es enfrentar el vacío existencial y no darse por vencido. Tanto en Manhattan como en La rosa púrpura del Cairo (1984), Allen ofreció relatos sobre los afectos liberadores. En una expresó el amor por la vida a través de los rituales de una ciudad; en la otra, donde una pantalla también es el vehículo material hacia la fantasía, propuso que enamorarse del cine, como de todo tipo de ficción, es una forma de librarse de la decadencia. Medianoche en Paris plasma el momento en que todo individuo tiene la oportunidad de elegir entre integrarse a los moldes o realizarse desde los anhelos propios. Es la metáfora del sueño y la vigilia como la disputa de un ser contra el hombre masa. Una búsqueda de equilibrio que deviene identidad.

La definición y la función del escritor, la cultura visual occidental; los arquetipos del día y de la noche, las poéticas de la vigilia y del sueño, la realidad y la ficción; las relaciones afectivas, los hábitos culturales, el miedo y el valor, el arraigo y el desarraigo; son todos temas entregados a un despliegue fotográfico donde el espectador distingue entre las prácticas de una cultura instrumental y estandarizada, y los rituales de una visión de vida más bien intuitiva, poco analítica, pero honesta y emotiva.


Si bien el estilo de Allen se reconoce en la habilidad para integrar la dimensión cómica y la dramática con recursos visuales imaginativos y montajes narrativos transgresores, quizás el sello definitivo de su poética radica en que las condiciones formales de su cine siempre producen un estado de extrañeza íntima. La familiaridad de las tramas y los protagonistas se revela no sólo como una permanente búsqueda de sentido, sino como un estado inevitable de enajenación individual y colectiva. Aunque Medianoche en París renuncia a la extravagancia en la edición a favor de una fórmula narrativa canónica, es un claro ejemplo de unificación semántica sobre el problema de la incompatibilidad con el mundo social y parece decir que el arte, como lo expresó Heinrich Böll, es el único modo de vivir y de mantenerse vivos.

La aventura de Gil Pender, un nostálgico que aún no halla una voz literaria, va mucho más allá de las dos épocas que habitó en una misma velada; donde el matrimonio Fitzgerald en un Peugeot de 1920 lo invitan a un club donde Cole Porter interpreta “Let´s do it” y donde termina conversando con Ernest Hemingway en un bar. En Medianoche en París, Woody Allen trata el extravío de un hombre, como resultado de dos visiones culturales, a través del entrecruzamiento de dos realidades para decir que el arte es uno de los modos de superar las enajenaciones de cualquier época.

 

13.02.12

Rodrigo Martínez


Alumno siempre, cursa estudios de posgrado con el anhelo de concretar un aporte sobre los modos de hacer del pensamiento cinematográfico. Licenciado y maestro en comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, ha colaborado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, La revista....ver perfil
Comentarios:
13.02.12
Néstor dice:
Creo que el nombre del actor al que te refieres es Michael Sheen (el profesor sabelotodo).
comentarios.