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Perdida

por Julio César Durán

 

Desde sus inicios en el mundo del videoclip y de los contenidos televisivos, David Fincher ha ido ganando prestigio y suficiente peso en un mundo donde es sencillo que el realizador cinematográfico sea un técnico más al servicio del mercado audiovisual. No es ningún secreto, entonces, que este director norteamericano haya salido de las filas del cine industrial hollywoodense con sus agresivas maneras de producción –y siempre ha permanecido fiel a ellas–, pero desde su primer ficción (Alien³, 1992) y hasta recientes encargos comerciales que ha logrado colocar como éxitos en su carrera (La chica del dragón tatuado, 2011), Fincher se ha hecho de un estilo fresco y particular, que aparentemente poco comparte con sus contemporáneos y que ha ido ganando también una fuerza y una retórica tan propia que parece incluso no estar mucho más al servicio del gran capital que de una autoría.

Con Perdida (Gone Girl, 2014), Fincher mantiene algunas de las intenciones y pretensiones autorales que ha venido barajando en lo que va del siglo XXI: por un lado el cine digital, sus alcances y su carácter como medio; por otro, la esfera pública y la privada a partir de los medios de comunicación. Desde Zodiaco (2007) y la “necedad” de filmar no en una cinta de película (sic) sino en datos, a partir de cómo se convulsiona una sociedad mediatizada y como se mediatiza la convulsión/compulsión asesina de un sociópata, el director norteamericano está mirando reflexivamente los qués y los cómos de la información, cómo se asimilan de manera individual y cómo se representan a gran escala, frente una audiencia.

A través de la historia de un matrimonio que se antoja común y corriente, el de Nick Dunne (Ben Alfeck lleno de músculos a mitad de camino de su venidero Batman) y Amy Dunne (Rosamund Pike, misteriosa y distante rubia que ambiciona demasiado), Fincher y la guionista Gillian Flynn, autora de la novela original, le dan un giro al drama asfixiante de “las cosas no son lo que parecen” del Cuerpos ardientes (Body Heat, 1981) de Lawrence Kasdan, con una pareja de escritores que sobre la marcha se convierten a sí mismos en personajes novelados, mismos que van construyendo argumentos a distintos niveles de su vida hasta que estallan en una polémica mediática: la oscura desaparición de una esposa frágil y la sospecha sobre un marido negado a la tragedia.

Tras los descubrimientos que se van haciendo sobre la vida de Amy y Nick en el corazón de Missouri (los obsesivos ex novios de ella, el desinterés de él, la cansada rutina de ambos y sus biografías con ligeros trazos de padres sofocantes de una u otra forma), el público estará formándose una compleja idea que tendrá un punto de fuga en la comedia ácida que van a preparar tanto las investigaciones policiales de la detective Boney (Kim Dickens) y claro está  –retomando un tema visitado ya por Lumet en su Tarde de Perros (1975) o en El cuarto poder (1997) de Costa-Gavras–, el sensacionalismo de los programas televisivos que entrarán hasta la cocina, manipulando a propios y extraños en una sociedad que tiene por íntimo confidente a la TV.

El suspenso de la película siempre va in crescendo apoyado por supuesto en un montaje ágil –cortesía de Kirk Baxter (Benjamin Button, Fincher, 2008)– que va soltando migajas al espectador-detective y a la vez va guiando de la mano al testigo-lector que va saltando de fragmento en fragmento a la manera de una novela biográfica incompleta que será necesario interpretar; pero también la tensión será rematada por el score que los músicos fetiche, Trent Reznor (Se7en, 1995) y Atticus Ross (Días de Gracia, Gout, 2011) proponen con una base siempre rítmica, densa, de una oscuridad emocionante pero sistemática.

Si bien un servidor se declara un fanático de la obra del realizador oriundo de Denver, Colorado, es importante aclarar que Perdida está lejos de ser su mejor trabajo. Sí se trata de un filme inteligente por encima del promedio exhibido en las salas comerciales, pero es más una muestra de cine de género (con todos sus protocolos seguidos al pie de la letra) hecha por un equipo cinematográfico interesante, pero sobre todo que ya domina los recursos técnicos y le dota una estética no convencional. La película es para Fincher  lo que para Nolan fue El origen (Inception, 2009), es decir una película ordinaria “de acción” que con un ojo de autor y unos atrevimiento/precisión narrativos se convierte en algo más que el simple divertimento. El décimo –¿o es el 11?– filme de David Fincher es un excelente thriller llevado hasta sus últimas consecuencias por un grupo de cineastas (Cronenweth en la foto, Baxter, Reznor, Flynn) que pretende llevar una obra fina con estética personal a la gran pantalla palomera, no más no menos.

Con todo, Fincher sí consigue una vez más poner el dedo en la llaga. Con un equipo de filmación que supone una manera “sencilla” y verosímil de modificar lo que de hecho está frente al aparato y lo que no (una Red Epic Dragon que “filma” en 4k y 6k), el director se embarca en una serie de cuestionamientos (sí, desde el argumento mismo) sobre qué es verdadero y qué no lo es, sobre cuáles son las máscaras que se usa para sobrevivir como ser social y cuándo se dejan de usar. ¿Cómo nos comportamos en la intimidad de una relación, cómo nos comportamos ante un espectro más amplio de personas y cómo nos comportamos (pero sobre todo, por qué) cuando nuestro rostro se ve filtrado por una cámara fotográfica o un aparato de televisión?

A la manera de su todavía hoy subvalorada Red Social (The Social Network, 2010 que únicamente se miró como el simple dramón de Mark Zuckerberg), David Fincher compone una narrativa complicada de vidas observadas a través de un trabajo creativo: la escritura. Si bien aquí difiere del Facebook con sus “actualizaciones de estado”, flashbacks fotográficos, notificaciones, inbox, etc., sí se va armando un relato dentro de otro relato dentro de otro más, a partir de las diferentes voces que van contándonos su día a día de la manera en que quieren ser vistos, y de ahí saltamos a las perspectivas de quienes se encuentran alrededor.

Perdida a final de cuentas tiene un sello personal y a la vez está hecha bajo la directriz de la gran industria, consiguiendo definitivamente un objetivo fundamental, es decir el ser una película para el gran público. Es digna de notarse la intención de ser entretenimiento, de ser una fuente de complicidad, de ofrecerse inteligentemente a un interlocutor. El filme es ingenioso, es manipulador, siempre lleva por donde el realizador quiere que juguemos y sólo nos muestra lo que él desea en los momentos indicados; se trata de una serie de mentiras muy bien orquestadas, un juego de magia para el incauto que se escapa de su rutina para meterse en los problemas de otro. Salvo restricciones de edad, se trata de una obra para todos que deja un muy buen sabor de boca al salir de la sala. En pocas palabras es lo que toda experiencia en la pantalla grande debería ser un elegante engaño.

 

01.10.14



Julio César Durán


@Jools_Duran
Filósofo, esteta, investigador e intento de cineasta. Después de estudiar filosofía y cine, y vagar de manera "ilegal" por el mundo, decide regresar a México-Tenochtitlan (su ciudad natal), para ofrecer sus servicios en las....ver perfil
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