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Estocolmo

por Iranyela López

 

Estocolmo es una ciudad que se encuentra a la mitad del sur de Suecia, sus inviernos son muy fríos y la temperatura media suele descender a 0 grados. En fin, es un lugar donde los abrigos son necesarios la mayor parte del tiempo. Pero… ¿es acaso el motivo del nombre del filme? En realidad no, pero en un principio fue lo que pensó quien escribe este texto.

El filme Estocolmo (Rodrigo Sorogoyen, España, 2013) está situado, sin embargo, en Madrid, en una noche casi tocando el margen de la madrugada, donde se deletrean los escondrijos mínimos de un encuentro entre dos desconocidos que salen de una fiesta.  Mientras él asecha y ella lánguidamente esquiva, la temperatura de una charla recorre la profundidad de una calle cualquiera. En la que quizá el único propósito que se pretende es el de descubrir el abrigo externo que cubre las verdades esqueléticas, escuálidas o frágiles de dos individuos.

Previo al encuentro de la pareja. En medio de la fiesta, él (Javier Pereira) charla con un amigo que le asegura sería capaz de follarse a su novia Laura, quien lo tiene un tanto desconcertado luego de que se ha marchado a Estocolmo, y él con labia y ciertos gestos lo niega todo y hasta le da ciertos consejos en su relación.  Luego de esto, cual galán de noche (Arbusto muy oloroso) al ritmo de “Sopena” de Edredón, recorre el terreno de la fiesta hasta que su mirada se cruza con ella (Aura Garrido), su caza, su blanco noctámbulo. En un inicio Rodrigo Sorogoyen (director) e Isabel Peña (guionista) buscaban contar la historia de un secuestro y poder introducir el padecimiento del síndrome de Estocolmo.  De esto percibimos sutilmente el motivo que acentúa toda la trama, es decir, el lúdico y acechante recreo de la seducción, de malhechor y víctima.

 

La película está rodeada por los espacios que recorren sus personajes, ocupando en todas las escenas, el punto central de la fotografía, que a diferencia de los títulos de la conocida trilogía de Richard Linklater  (Antes del amanecer, 1995;  Antes del atardecer, 2004; Antes de la medianoche, 2013) en donde sus personajes muestran a cuadro lo que les rodea y observan en su recorrido, sin posicionarse necesariamente en el cuadro de la pantalla.  Si hubiera que comparar ambos filmes quizá este tenga más similitud con Before Midnight en donde Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy) son más realistas que románticos, en aquel tercer y último filme la belleza del paisaje ya no impacta el estado de ánimo de los personajes, quienes acaban confrontándose en un cuarto de hotel. Lo mismo sucede en la película de Estocolmo, los paisajes no son de un preciosismo a ojos de turistas, sino constelaciones luminosas que jerarquizan y ordenan semánticamente la superficie oscura del espacio urbano, afinándolo quizás, por la mirada de Alejandro de Pablo, fotógrafo del filme, que también cierra en la segunda parte de la historia en un espacio cerrado, un apartamento.

Sobre la ruta a Falera un hombre se aburre; percibe a otro que marcha delante suyo, lo alcanza y le pide que le narre el banquete dado por Agatón. Así nace la teoría del amor: de un azar, de un tedio, de un deseo de hablar, o si se prefiere de una habladuría… [1]

El rapto, o el hipnótico episodio de la “cacería”, en el que ella es poco a poco dominada con la verbosidad de él, que asegura estar enamorado. Del objeto de la captura deviene el sujeto del amor. Él, como cazador insensible, cubierto con el ocio vacuo y habitual; ella como presa, en busca de brazos que cubran ciertas heridas íntimas. Aunque sabe que miente, desiste ante su atacante para que la despierte del encantamiento, de la violencia de su imaginario en año y medio de reclusión humana.

La película en sí es la álgebra rápida dentro de una conversación; un horizonte de simulación iluminado con el decorado azuloso de circunstancias fútiles y triviales de un par de desconocidos que intentan descifrar la simulación inscrita desde el principio.

El crimen perfecto de la noche, es la destrucción de cualquier ilusión, la saturación por una realidad absoluta. Deseamos querer –ahí está el secreto– de la misma manera que deseamos creer, o deseamos poder, porque la idea de un mundo sin creencia y sin poder nos resulta insoportable.[2]

Ella quizá, muy en el fondo, prefería el deseo a la “nada” como análogo o agente seguro del afecto en la prolongación de “algo” cuyo final ya estaba fijado.

 

20.07.14


[1] Barthes, Roland Fragmentos de un discurso amoroso, México, Siglo XXI, 2009, 148

[2]  Baudrillard, Jean. El crimen Perfecto, Barcelona, Anagrama, 1996, 26



Iranyela López


@Iranyela
Meliflua, desorientada, cloroformizada con la polifonía de las palabras, el aullido del sonido y la hilaridad de los sentidos. Su andar se guía con el trazo cartográfico de sus retinas hacia un punto de fuga.....ver perfil
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