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Hugo Cabret o del retiro voluntario

por Xidarto P. Legribés


Lo dicho por Efraín Huerta, aunque sin metro: fuera de Nueva York todo es Cuautitlán para el genio del pasado. Empujado por el dinero y/o las circunstancias (el dinero) al campamento de trabajos forzados desde El aviador (2004) –quizá desde antes, ¿desde cuándo?–, Martin Scorsese anda dando tumbos como gran caballo herido, aunque certero y magistral.

Hugo Cabret o el desalojado. Un huérfano niño vive solo tras bambalinas en la estación de trenes de Montparnasse, en París, por ahí de los años 30. Lo persiguen, por supuesto, la bobalicona ley (Sacha Baron Cohen muy malito) y un objeto-obsesión que tiene que ver con el duelo por la muerte del padre: un autómata inútil que probablemente escriba algo importante, pero nadie sabrá siquiera lo que hace hasta bien entrada la película.

Para conseguir que el autómata despierte de su sueño eterno, el niño que es un genio mecánico debe conseguir las piezas restantes, y, por suerte, todas están en una tiendita muy cerca de su cueva –¡también dentro de la estación de trenes!–, que pertenece a un viejecito cascarrabias, llamado, sin querer queriendo, George Meliès (y la “s†sí se pronuncia, lector mío, por regla), quien también está involucrado ¿sin querer queriendo? con el asunto del autómata y al que, el infante, medio robará, medio trabajará para él, medio será adoptado y medio construirá un lastimoso vínculo, de una u otra forma, con él.

Sí, lector, todo es confuso hasta para el público infantil (al que va dirigido este enigma), que auténticamente disfruta de la aventura de un niño capaz de caminar entre la multitud sin ser visto, capaz de andar por la trastienda de la estación, como cualquier DavidCoperfield-OliverTwist, a la zaga de impresionantes rachas de la anonadante tercera dimensión.

Hugo Cabret o la invención del nuevo formato en la vida de Scorsese. Hay que apresurarse a decirlo, la muy impactante cuan frígida tercera dimensión no se siente natural bajo los lentes de pasta del maestro Martin, aunque éste se esfuerza brutalmente por lograr algo más que un efecto, y hay dos momentos hermosos en la película en que lo logra, pero en su apuesta por la tecnología, lodazal del que le ayuda a salir bien librado doña dedos de oro, su imperdible Thelma Schoonmaker (discreta, impecable editora), pierde el rumbo de lo que también quería ser un ingenuo recadito amoroso en pos de uno de los orígenes del cine.

Hugo Cabret o la cándida versión del candoroso cine de Meliès. La película puede funcionar para los niños, sí, porque va para todos lados y siempre está en el mismo lugar, como un carrusel. La película puede ser un mágico encuentro con una de las génesis del cinematógrafo, no, porque nada queda claro si no lo sabes desde antes, porque Meliès está absurdamente, infantilmente –nunca mejor dicho-, sacado de su vida y montado en un teatro guiñol con gran profundidad de campo para divertir a las multitudes ávidas de literales finales felices aderezados de pequeñas tragedias de las que saldrán triunfantes todos, sin nada realmente importante qué decir.

El filme es cándido, sí, porque cae en el simplismo pretendiendo revivir la blancura candorosa de un cine puro, sencillo y sin otra pretensión que la de hacer magia a como diera lugar. Hugo Cabret se disfruta, sí, pero con el amargo sabor de boca de saber que un director con un proyecto importante decenios atrás (quiero creer) es menos que una moneda de cambio gozosa, entretenida y edulcorante entre estudios cinematográficos industriales.

Hugo Cabret o tratado del no bien caerse. La película siempre está a ras de piso (pese a los vacuos vuelos introductorios o conclusivos que más bien son golosinas del cinematógrafo desatado, Robert Richardson), se podría decir que cuidando el punto de vista de su protagonista, pero no: está atrofiada en su obsesiva-compulsiva explicación de ser un gran reloj funcional de pe a pa, un engranaje perfecto de un arte donde todo es tiempo, nadie duda, pero no a pie puntillas, nunca tan pésimamente puesto al servicio mercantil del tiempo mismo, ¿qué es eso?

Porque de pronto todo el asunto del confeso amor por el cine prehistórico, ilustrado en una secuencia imposible de retazos descontextualizados del cine mayoritariamente estadounidense que parte de fotos fijas que sólo podrían tomar la forma en que se presentan bajo la mirada del señorón Scorsese y no de los ojitos de Huguito Cabret; y el autómata, motor inocuo de tres cuartos de película, son vilmente usados como un pretexto para terminar la carrera de los 120 minutos pasaditos donde, malgriffitheanamente, todo el enredo sin razón no se tendrá que explicar porque, ¿ya para qué?, todos son literalmente felices.

Hugo Cabret o del retiro voluntario de un director que se nos está yendo luego de una serie de pifias monumentales en lo bueno y en lo malo; se nos va con todo su equipo dando lecciones cinematográficas al por mayor, haciendo citas impagables, textuales y no tan, de sus clásicos entrañables, usado herramientas-recursos de los que ya nadie se acuerda (el majestuoso iris, las raras superposiciones jump-cut sobre el mismo cuadro); se nos va sin decir adiós para convertirse en un engranaje más de una industria a la que llegó disparándole de frente en la noche de su bautizo de fuego (Malas calles, 1973), contra la que se partió la madre (Toro salvaje, 1980), por la que se martirizó (La última tentación de Cristo, 1988) y por la que acabó muriendo escuchando a las sirenas (Buenos muchachos, 1990).

Hugo Cabret es la larga despedida de un viejo director que ya no tiene nada qué decir de todo lo que siempre dijo que pretendía decir, muy al contrario de su maestro John Ford que nunca tuvo reparo en decir que nada tenía que decir, que sólo era un engranaje más de la industria millonaria que le daba para sus chuchulucos… como Meliès, precisamente.

Y no como el Meliès malcomprendido de Hugo Cabret, mal estudiado primero por el autor del libro para niños Brian Selznick, luego por el desechable y lentote guionista John Logan y finalmente por el viejo Scorsese al que le hizo falta leer –o lo leyó e ignoró- más y mejores ensayos sobre el Gran George Meliès, único idealista del cine entre los grandes pioneros, que no nada más fungió como un fantasioso hacedor de fantasías con cara de un bien mal tratado Ben Kingsley, eh.

En suma, esta película es importante de varias formas. Pero sí hay que verla y sonreír como niños maliciosos frente a la bobería de la (a)puesta en escena de los padres el 6 de enero; véala, lector, consciente de saber quienes son los Reyes Magos.

29.01.12

Praxedis Razo


Un no le aunque sin hay te voy ni otros textículos que valgan. Este hombre gato quiere escribir de cine sin parar, a sabiendas de que un día llegará a su fin... es lo que más le duele: no revisar todas las películas que querría. Y también es plomero de avanzada. Mayores informes y ofertas al 5522476333. ....ver perfil
Comentarios:
30.01.12
Néstor dice:
¿Son necesarias taaantas analogías y taaaantas metáforas para hacer una crítica de cine? Â¿Ó solamente es el recurso de tantos críticos para adornarse y dejar claro cuántos conocimientos de cine poseen?
30.01.12
Xidarto dice:
En realidad son necesarias. Creo que la crítica literaria debe estar a la altura de la película aludida, si no me invalida. El adorno es inversamente proporcional al filme, nada más: es mi método, hacer un auto de fe.
30.01.12
Roos dice:
Creo que ambas jajajaja siempre hay que cuidar el fondo y la forma, no uno separado de otro
comentarios.