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María Félix, un breve repaso por el estilacho de una vida

 

por Praxedis Razo

 

Hubo un tiempo en que el cine mexicano quiso vivir su idilio hollywoodense y le confió a las figuras su estabilidad (El Indio Fernández, Dolores del Río, ambos ejemplos de connacionales venidos de los United). Eran los años de la Segunda Guerra, en que México “participaba” en el debate global haciendo películas, incluso con producción estadounidense (La perla, Fernández, 1945). En ese contexto surge una mujercita linda que irrumpió en la tradición cinematográfica en la que el hombre daba pauta, briosa, indomable, para cambiar, aunque muy levemente, la situación de la mujer frente a la cámara: María Félix, la Ava Gardner que nos tocó merecer, quien después de participar discretamente en una fallida fantasía a la Romeo y Julieta con El peñón de las ánimas (Zacarías, 1942), se va a hacer Doña Bárbara (De Fuentes, 1943), de la que tomaría sus rasgos y los adaptaría al infinito a sus obras y a su vida cotidiana.

Es en la obra de Rómulo Gallegos (que él mismo adaptó para De Fuentes y que, hoy por hoy, necesita notas al pie del subtitulaje, donde se nos explique qué carajos están diciendo los personajes) que la Félix, precozmente, encuentra su estratósfera de la que ya no descenderá nunca más, el personaje que le dará el mote “popular”, que nunca desarrollará, sino que repetirá por siempre, a veces más (Doña Diabla, Davison, 1949) o menos (El monje blanco, 1945, con diálogos escritos ex professo por Xavier Villaurrutia) pronunciado.

La Doña se imposta en el cosmos cultural mexicano por su belleza y su virilidad, por su desfachatez, por “su estilacho”, como solía decir, que no venía del teatro, del cabaret, o del cine, sino que era una extraña ars combinatoria entre la mujer norteña (ella nació en Álamos) y el mujerismo moderno que el siglo XX se cansó de promulgar. Ella se inventa a sí misma en el celuloide y sobre la marcha estrepitosa de su filmografía, que muy pronto se ensancha pesadumbrosamente al ámbito internacional.

Hacia fines de la década del 40, la Félix dedica sus últimas cejas levantadas al cine nacional antes de hacer cine en el extranjero por casi 15 años. Destacamos dos de entonces:

Río escondido (1947), la segunda de su trilogía nacionalista con El Indio Fernández (Enamorada, 1946 y Maclovia, 1948 la completan) la coloca en lo más alto de cierto deber cívico impresentable (recordemos que Mauricio Magdaleno, guionista de cabecera de El Indio, hace hablar hasta a los murales de Palacio Nacional), dándole un huequito en el imaginario colectivo, hasta ese momento inédito para la iconografía: actúa como una sufridísima maestra rural al servicio del cine gubernamental que entonces quería promover la tragedia indemne del magistrado.

La diosa arrodillada (1947), del melancólico Roberto Gavaldón, con guión manoseado de José Revueltas basado en una obra literaria, le otorga el ingrediente extra que le faltaba para el despegue definitorio de María: el cosmopolitismo, por cierto, aprendido del maestro del gesto citadino, Arturo de Córdova –su contraparte en este filme– sería el elemento sin el cual no se entendería la desenvoltura del personaje de María Félix que debe desprenderse de los llanos “de más allá del Cunabiche” y llegar a la ciudad (en el cine, claro), reconocerse dueña de sí y seguir devorando hombres pero esta vez entre aviones, artistas y mucho, mucho dinero. Doña Bárbara llega a la ciudad y se apodera de ella. Diez años después, en 1958, Gavaldón intentó, sin suerte, repetir la fórmula Félix-De Córdova en Miércoles de ceniza, donde lo único que logra es dejar al descubierto a esos dos actores que se encuentran notoriamente cansados para entonces.

María llega a París en 1948, y desde entonces y hasta el final de su vida pasaría medio año allá, y acá los otros seis meses. Allá aprenderá que la sociedad es parte de su carrera cinematográfica. Se codea con Cocteau, Cartier le diseña un collar de serpiente, cena de vez en vez con Picasso, debate con Dalí, aprende a torear con Manolete y con Luis Miguel Dominguín; Jean Cau, secretario de Sartre, se enamora pérdidamente de ella; se casa con el millonario Álex Berger (contratista que construyó el hoy tan vapuleado Sistema de Transporte Metropolitano, su cuarto esposo después de haberse echado a Jorge Negrete y a Agustín Lara, en ese orden).

Hará más de media docena de películas sin suerte en su paso por Europa (Francia, España, Italia); en cambio ganaría mucho dinero con su cuadra de caballos en Francia. Sólo logra colocarse con un gran realizador, y éste, extraño en Jean Renoir, la desperdicia, pues French Cancan (1954) no era la idea de filme de calidad en el que solía pensar el realizador.

No es sino hasta 1957, con Tizoc (Rodríguez), que aquella, La Doña de las modernidades cardenistas, vuelve de su “exilio” creativo enseñoreada a tratar de contarnos una chistosísima fábula de amor imposible, interracial, intersocial entre la mozuela (María ya llevaba consigo 45 años) de un cacique regional y un indio tacuati (Pedro Infante llevado a sus más sórdidos límites profesionales). Ya sólo haría películas mexicanas a partir de entonces, y cada vez más esporádicas.

Para entonces ya había pasado de todo en su filmografía, hasta había incursionado en hórrida comedia anacrónica, favor a exesposo (Jorge Negrete en El rapto, Fernández, 1953) y a un amigo (se dice que el proyecto lo planeo El Indio Fernández para apoderarse legalmente de la propiedad que se disputa en el filme). Sólo le hacía falta que llegara el proyecto de Buñuel (Los ambiciosos, 1959) para ir muriendo lentamente hasta llegar a la grotesca y pesadillesca La generala (Ibáñez, 1970) y hacer de la mismísima Constitución para la televisión, el mismo año, para después aparecer y desaparecer en entrevistas.

Quizá su última máxima actuación fueron las cuatro horas (de once de la noche en adelante) de hablar sin ton, ni son en nombre de México, a nombre de él, de lo que se le ofreció a La Doña (infidelidad, tango, política, cine, arrugas, toros...) con Verónica Castro y Jacobo Zabludowsky en La Movida, una especie de teletón en donde la maquinaria pesada de Azcárraga Milmo fue puesta a sus pies , un buffett para agasajar la melancolía del espectador, ya vuelta un guiñol de sí misma, justo a la altura de la televisión nacional.

Sólo resta traer a cuento la verbena “popular”, muy televisadita, en que se convirtió su velorio en el Palacio de Bellas Artes (muere el mismo 8 de abril en que nace, pero de 2002), con todo y la magníficamente absurda declaración de Vicente Fox, con la que, creo, se puede penosamente concluir: “Contribuyó al cambio democrático en México”.

 

08.04.14

Praxedis Razo


Un no le aunque sin hay te voy ni otros textículos que valgan. Este hombre gato quiere escribir de cine sin parar, a sabiendas de que un día llegará a su fin... es lo que más le duele: no revisar todas las películas que querría. Y también es plomero de avanzada. Mayores informes y ofertas al 5522476333. ....ver perfil
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